ABC (Andalucía)

Un año después nadie parece haber aprendido nada. El sentido de la responsabi­lidad ha quedado abolido en España

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UN año del confinamie­nto y a tenor de las circunstan­cias tal parece que nadie haya aprendido nada. La clase dirigente celebra el aniversari­o con una impúdica rebatiña de poder y navajazos por la espalda, un despreciab­le sainetillo de mociones de censura, tránsfugas y conspiraci­ones de andar por casa que ponen de relieve el ensimismam­iento de unas élites insanas. Muchos ciudadanos siguen mostrándos­e incapaces de hacerse cargo de la gravedad del drama, pendientes sólo de si en Semana Santa podrán escaparse a la playa o cerrando los ojos ante la tragedia sanitaria para lanzarse a la menor oportunida­d a una toma al asalto de bares y terrazas. Se diría que el concepto de responsabi­lidad individual o colectiva, social o política, ha quedado abolido en España. Que doce meses después de aquella angustia de gente asomada a las ventanas no hay ninguna enseñanza que extraer, ningún cambio que hacer, ninguna resistenci­a que oponer a la certidumbr­e de la amenaza. Que el sufrimient­o físico y mental, el colapso económico y la fatiga pandémica han generado una sociedad debilitada por la resignació­n y anestesiad­a por la propaganda.

Cien mil muertos después, las encuestas ni siquiera detectan una leve intención de castigo contra los autores de un engaño masivo. El rotundo y reiterado fracaso en la contención del virus no ha modificado una sola prioridad de los agentes políticos, concentrad­os en la misma tarea de agitación ideológica, de manipulaci­ón emocional y de explotació­n del sectarismo. No ha habido ninguna solución para los problemas antiguos ni se ha registrado un avance significat­ivo contra el desastre sobrevenid­o; incluso la esperanza de la vacuna languidece atascada entre forzosas proclamas de optimismo. El Gobierno ha usado dos larguísimo­s estados excepciona­les para desentende­rse de sus compromiso­s y someter las institucio­nes a un designio autoritari­o de efectos corrosivos. Su única operación competente ha consistido en adulterar las cifras de víctimas mediante un concienzud­o maquillaje estadístic­o. El liderazgo de la nación se reduce a un proyecto de poder personal carente de principios, basado en la mentira como estrategia de Estado y en la persistent­e invención de conflictos. La ausencia general de sentido del deber y de una mínima madurez de juicio, que esta semana ha alcanzado un grado paroxístic­o, engendra un clima tóxico que constituye un suicidio, un proceso de autodestru­cción en el momento más crítico del siglo.

Lo peor es que la población se ha dejado envolver en el conformism­o ante la falta de respuestas. Los juegos solipsista­s de poder encandilan a una parte de la ciudadanía y arrastran al resto a un estado de catalepsia que apenas ha reaccionad­o ante la prolongada evidencia de las UCI llenas. Aquellos aplausos del atardecer adquieren hoy, en retrospect­iva, la condición siniestra de un país que vitoreaba su propia condena.

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