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entre 50 y 80 millones de muertes. Sobre las señales de propagación del Covid-19 no hará falta extenderse. Como escribió en marzo de 2020 un médico del sistema de emergencias neoyorquino▶ «China avisó a Italia (aunque lo hiciera tarde). (Luego) Italia nos avisó (a europeos y norteaméricanos). Pero no escuchamos». Y al no hacerlo se postergaron decisiones y recomendaciones que habrían salvado miles, cientos de miles o millones de vidas.
La infraestimación del Covid-19 tuvo múltiples causas. El agente patógeno se propagó a ritmo exponencial o no lineal, mientras nuestros cerebros están acostumbrados a estimar velocidades constantes o lineales. Un porcentaje significativo de contagios asintomáticos propició que las estimaciones iniciales se quedaran muy cortas y durante meses los expertos creyeron que ese virus podía tener una letalidad similar a la de la gripe ordinaria o estacional. Por otro lado, la propensión humana a exagerar o subestimar riesgos y amenazas está científicamente constatada. Los más fáciles de minimizar comparten varias características con el modo de actuar del coronavirus▶ no derivan de sucesos espectaculares y catastróficos, son atribuibles a causas naturales, generan víctimas anónimas y no provocan daños graves a jóvenes y menores. Diversos ‘sesgos cognitivos’ cumplieron un papel. La dificultad para imaginar situaciones críticas sobre las que no tenemos experiencia previa (sesgo de imaginabilidad), la tendencia a suponer que ‘todo irá bien’ (optimismo ilusorio) y que otros están mucho más expuestos a los peligros que nosotros (ilusión de invulnerabilidad), la atención preferente a informaciones que parecen confirmar creencias, juicios y expectativas (sesgo de confirmación) o informaciones congruentes con nuestros deseos (pensamiento desiderativo). Identificadas por la Psicología experimental, todas esas predisposiciones, ayudaron a rebajar el riesgo inherente a la difusión del coronavirus. Además, un clima de opinión alimentado por declaraciones (demasiado) tranquilizadoras y argumentos negacionistas apuntalaron una equivocada impresión de seguridad. La incidencia combinada de todos esos factores mermó la capacidad para reconocer la gravedad de la mayor amenaza viral conocida desde la ‘gripe española’. Como César despreció el augurio del adivino, preferimos ignorar las previsiones e informaciones menos optimistas.
Hay muchas lecciones que extraer de lo ocurrido desde principios de 2020 en relación al coronavirus, pero una es esencial▶ nuestros dirigentes, infraestructuras y marcos mentales no están adecuadamente preparados o adaptados para responder con suficiente rapidez y eficacia a emergencias y crisis que son la consecuencia natural de habitar en entornos dinámicos, interconectados y complejos. A escala mundial lo demostraron el 11-S, la crisis económica de 2008, las ‘primaveras árabes’ y ahora la pandemia. A escala nacional, antes de reaccionar tarde y torpemente a la pandemia, nos dejamos sorprender por un 11-M, por sucesivas crisis migratorias o por un golpe de Estado que puso en riesgo la convivencia entre españoles y nuestra integridad territorial.
Habitamos un universo lleno de incertidumbres y somos criaturas imperfectas, por lo que la realidad seguirá sorprendiéndonos. Pero las cosas se podrían haber pensando y hecho mejor, en España y fuera de ella. Los gobiernos podrían haber sido más transparentes y colaboradores. Dirigentes y representantes políticos podrían haber dedicado menos tiempo a crear o engordar problemas menores, interesándose más por los verdaderamente esenciales. También podrían haberse esforzado algo más en moldear el futuro, sin limitarse a reaccionar a los acontecimientos y calcular sus decisiones atendiendo sólo al rédito político inmediato. Y los ciudadanos podríamos haber interpretado mejor las señales, en lugar de suponer que ‘nunca pasa nada’.