Ayuso quiere mediante este lema combatir el ordenancismo estrangulador preconizado por el doctor Sánchez y sus mariachis
JUAN MANUEL DE PRADA
NUESTRA simpatía ‘temperamental’ hacia la garrida Isabel Díaz Ayuso es considerable, pero el decoro intelectual nos impide comulgar con las resultonas sandeces que suelta por su boquita de piñón. Ocurre así, por ejemplo, con la proclama que desde hace unos días no cesa de repetir▶ ‘Socialismo o libertad’. Ayuso quiere mediante este lema combatir el ordenancismo estrangulador (de la iniciativa personal y de la actividad económica) preconizado por el doctor Sánchez y sus mariachis, en lo que acierta. Pero esta lectura rudimentaria del lema proclamado por Ayuso no debe oscurecer el trasfondo ideológico del mismo, donde se pretenden oponer socialismo y liberalismo (pues, evidentemente, Ayuso se refiere a la libertad según la concibe esta escuela).
Lo cierto es que el socialismo no está en contra de la libertad tal como la concibe el liberalismo –como principio emancipador que torna al hombre soberano–, sino que, por el contrario, es la premisa sobre la que edifica su doctrina. Marx dejó escrito que su filosofía presuponía la vigencia de los principios liberales, hijos del racionalismo del siglo XVIII, de los que se servía para entablar con ellos dialéctica. Así que el liberalismo es el padre del socialismo por partida doble▶ porque facilita la dialéctica que le conviene y porque ambas escuelas comparten una misma matriz, que es el hombre nuevo que no reconoce su naturaleza (caída) y se rebela contra el orden del ser, erigiéndose en soberano. Es tanta la comunión de origen y la íntima promiscuidad de liberalismo y socialismo que, a la postre, han acabado fundiéndose en el llamado ‘progresismo’, que es la ideología hegemónica de nuestra época.
Por supuesto, el socialismo se aprovecha de las debilidades del liberalismo, pero sin refutar sus principios. El principio emancipador del liberalismo genera un espejismo euforizante de libertad política que termina siendo inestable, porque choca con la falta de libertad económica de una cantidad ingente de personas. Y entonces el socialismo, cuya naturaleza no es sólo política sino también religiosa, excita en esa gente la angurria del dinero, azuzando su envidia y resentimiento. Del cristianismo degenerado en protestantismo tomó Marx la idea obsesiva de ‘justicia social’, que es la primera bienaventuranza vuelta loca, vaciada de su contenido sobrenatural▶ los pobres deben reinar políticamente, aquí y ahora. Y esta herejía cristiana, en combinación dialéctica con el principio emancipador del liberalismo, cuaja en un mesianismo exasperado que, como no puede hacer ricos a los pobres (aunque sí pobres a los ricos), acaba nutriéndolos de derechos de bragueta que aplaquen su angurria de dinero.
A la postre, como explicaba Castellani, el liberalismo consigue que «un grupo de socialistas, bajo la coartada de la adoración del Hombre, gobiernen el mundo con poderes tan extraordinarios como no los soñó Licurgo». Así talmente ocurre en España, donde la libertad liberal ha facilitado el triunfo del socialismo.