ABC (Andalucía)

No aprobar la eutanasia

- POR JESÚS MARÍA SILVA SÁNCHEZ

«La legislació­n de la eutanasia no incrementa los derechos individual­es, sino que los reduce. Creando pseudo-derechos de nuevo cuño, erosiona el ejercicio de los derechos clásicos, desincenti­vando su ejercicio. Dibujando un inexistent­e escenario de ejercicio de la autonomía individual por un ciudadano ideal, racional y libre, abandona a los ciudadanos reales, que son vulnerable­s y dependient­es. De este modo, el Estado se libra de crear las condicione­s de la igualdad efectiva»

LA aprobación por el Congreso de la proposició­n de ley que legaliza el homicidio a petición –tras pasar el trámite del Senado– se pretende presentar como una victoria de la autonomía individual. A la vez, la opinión contraria a la ley se desacredit­a como inadmisibl­e expresión de paternalis­mo. Sin embargo las cosas distan de ser así. El sistema constituci­onal español, cuando se trata de bienes fundamenta­les, no acoge la noción de autonomía individual. Así, los derechos fundamenta­les no son renunciabl­es. Un empresario que pacta con un trabajador una relación de trabajo esclava comete un delito, aunque el trabajador esté de acuerdo en ello, o incluso lo solicite. Que alguien venda voluntaria­mente un riñón a quien pretende comprársel­o no excluye el delito de tráfico de órganos. Más aún, ni siquiera es posible conducir sin cinturón de seguridad. En términos de autonomía, es incongruen­te sostener que un motorista no puede quitarse el casco y, en cambio, un enfermo sí puede solicitar del Estado una inyección letal. La legalizaci­ón del homicidio a petición no se correspond­e, por tanto, con la posición de nuestro sistema jurídico en relación con la disposició­n de bienes jurídicos de bastante menor importanci­a que la vida. Desde luego, tampoco se legaliza el homicidio a petición de personas sanas. Luego no es cuestión de autonomía.

Dado que lo anterior es muy claro, los partidario­s de la ley esgrimen una segunda línea argumental. Según esta, se trata de dar salida a situacione­s de sufrimient­o y angustia extrema de los pacientes, legalizand­o el homicidio a petición sólo para aquellos que padecen una vida ‘indigna’. De nuevo, la opinión contraria se califica de defensa ultrarreli­giosa de la santidad de la vida, que se impone como carga a quienes ya no la pueden soportar. Esta segunda línea de defensa, aparte de plantear nuevos problemas, es absolutame­nte incongruen­te con la anterior. Quienes se hallan en situacione­s límite de dolor y angustia no están precisamen­te en las mejores condicione­s de ejercicio de la autonomía individual hasta el punto de pedir que otro les mate. La lógica de la autonomía no consiste precisamen­te en negar su ejercicio a todos, salvo a quienes padecen un sufrimient­o físico y psíquico extremo, habiendo perdido toda esperanza.

Esta segunda línea de defensa de la ley de eutanasia se centra, pues, en que la vida de ciertos enfermos se reputa indigna, de modo que se pretende darles una muerte digna. Sin embargo, la argumentac­ión es falaz, porque ninguna vida humana es indigna. Lo indigno pueden ser determinad­as circunstan­cias a las que se aboca a un ser humano sufriente. Pero entonces se trata de modificar esas circunstan­cias y es responsabi­lidad del Estado,

de la comunidad, de las asociacion­es y en fin, de todos, el contribuir a hacerlo. Matar al sufriente es lo propio del trato compasivo con los animales, no con las personas. Ahora bien, sabemos que el sistema sanitario público se halla lejos de cumplir estándares decentes de dotación de cuidados paliativos. Nuestra sociedad, por su parte, dista de haber asumido la ética de la vulnerabil­idad, la dependenci­a y el cuidado. Así las cosas, nadie puede hablar de ‘muerte digna’ sin enrojecer de la vergüenza. Lo que hace falta son condicione­s de vida digna para los enfermos graves e irreversib­les▶ asistencia médico-psiquiátri­ca y psicológic­a, cuidado personal y compañía. No se trata, por tanto, de construir un inconstitu­cional derecho a la muerte que genere un deber del Estado de matar a una persona. Al Estado le incumbe desarrolla­r el derecho constituci­onal a la vida, establecie­ndo y promoviend­o las condicione­s socio-económicas y humanas que hagan que su ejercicio en ciertas situacione­s no sea quimérico.

Las políticas públicas no pueden ignorar la desigualda­d social. Esta, que no hace más que aumentar, incide de forma especial en los enfermos crónicos y terminales. Algunos de ellos acceden a los cuidados paliativos, a la asistencia psicológic­a y espiritual, a la compañía y el cariño. Otros, en cambio, viven su enfermedad sin cuidados, desasistid­os y en soledad. Así las cosas, resulta hiriente que haya sido precisamen­te la izquierda política la que haya hecho suyo el programa eutanásico del libertaris­mo burgués. Hasta tal punto, que su propuesta para el enfermo solo y desasistid­o no es otra que ofrecerle que ejerza su derecho... al veneno. Pero es obvio que no existe un derecho al veneno.

Lo que sí existe en España, también para los enfermos terminales y permanente­s, es el derecho fundamenta­l a la vida, y tienen que poder ejercerlo en plenitud de condicione­s. Entonces, lo inconstitu­cional es producir un efecto de desaliento en tal ejercicio. Pues bien, una legislació­n de homicidio a petición lo desalienta. Sobre todo, para los más vulnerable­s en términos económicos y sociales, es decir, para los miles de enfermos que viven en situación de soledad y abandono, que necesitan compañía y cuidados. Conduce a que se vean a sí mismos como cargas, a que otros los contemplen también como cargas. A que su voluntad de ejercer el derecho a la vida se contemple como un capricho irracional.

La legislació­n de eutanasia no incrementa los derechos individual­es, sino que los reduce. Creando pseudo-derechos de nuevo cuño, erosiona el ejercicio de los derechos clásicos, desincenti­vando su ejercicio. Dibujando un inexistent­e escenario de ejercicio de la autonomía individual por un ciudadano ideal, racional y libre, abandona a los ciudadanos reales, que son vulnerable­s y dependient­es. De este modo, el Estado se libra de crear las condicione­s de la igualdad efectiva, abandonánd­olas en su caso al ejercicio de las virtudes por parte de personas y asociacion­es. Pocos estados se habrán autodenomi­nado ‘sociales’ con menos fundamento.

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