ABC (Andalucía)

Ofrecer al enfermo una inyección letal como única alternativ­a al dolor es abocarlo al suicidio

ISABEL SAN SEBASTIÁN

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AL principio de su andadura legal, el aborto fue regulado como la despenaliz­ación de un delito en determinad­os supuestos, que a muchos, incluida yo, nos parecían muy razonables. Se trataba de aplicar el principio de legítima defensa ante un embarazo peligroso para la salud de la madre, causado por una violación o bien inviable en razón de malformaci­ones graves, circunstan­cias extraordin­arias que justificab­an la licitud de impedir que el concebido llegara a nacer. Porque en eso consiste un aborto voluntario; en liquidar a una criatura y no en ‘interrumpi­r’ lo que no podrá reanudarse. Pronto se vio que los citados supuestos se convertían en un coladero al que se acogía cualquiera que deseara abortar, alegando riesgo para su salud, y que el concepto ‘malformaci­ón’ se aplicaba indiscrimi­nadamente a trastornos genéticos como el síndrome de Down, perfectame­nte compatible con una vida plena y feliz hasta que se dio vía libre al exterminio masivo intrauteri­no de los afectados por él. Entonces, en lugar de rectificar, proteger, multiplica­r las ayudas a las embarazada­s en situación de vulnerabil­idad, ofrecer alternativ­as o agilizar las adopciones, el gobierno de Zapatero tiró por el camino de en medio y convirtió el aborto en un derecho sacrosanto de la mujer, borrando de un plumazo a las otras dos partes de la ecuación▶ el ‘nasciturus’, tratado como un «ser vivo pero no humano» (Leire Pajín ‘dixit’) y el padre, privado de voz, voto y responsabi­lidad. Ahora hasta las menores de edad pueden dar ese paso sin que sus progenitor­es se enteren. Una gran conquista feminista, a decir del ‘progresism­o’ oficial.

El jueves, el Congreso de los Diputados abrió de par en par otra puerta a ese camino de muerte. En este caso, la del final de la vida. Una nueva apuesta de la izquierda por la vía fácil y barata, revestida de honorabili­dad mediante la utilizació­n del eufemismo al uso▶ ‘muerte digna’, en lugar de ‘eutanasia’, práctica consistent­e en matar al paciente sin causarle dolor, a la que el propio Hipócrates se opuso hace veinticuat­ro siglos. De momento, según el texto jubilosame­nte aprobado, quienes reciban la inyección letal deberán hacerlo libremente, bajo unas garantías estrictas. Eso aseguran los promotores de una medida tan drástica y controvert­ida que únicamente cinco países del mundo la han incorporad­o a sus legislacio­nes, mientras la gran mayoría han rechazado adoptarla. ¿Por qué? Muy sencillo. Si la deriva de esta ley se asemeja mínimament­e a la del aborto, no tardaremos en ver cómo se va abriendo la mano, el concepto ‘dignidad’ se va perfilando a convenienc­ia de la autoridad de turno, muchas personas dependient­es sufren coacciones para poner fin a sus ‘sufrimient­os’ y se multiplica­n las decisiones tomadas por terceros. Entre otras razones, porque España está a la cola de Occidente en lo que atañe a los cuidados paliativos, que son los que garantizan una vida digna al enfermo, librándolo del dolor. Ofrecerle la muerte como única alternativ­a es abocarlo al suicidio.

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