ABC (Andalucía)

La mala educación

Muy mala es la ‘ley Celaá’, una égloga al sectarismo que entre otras calamidade­s trivializa el esfuerzo en las aulas y se entrega a las demandas del separatism­o. Pero aún peor es defenderla con mala educación, porque eso no tiene remedio

- ÁLVARO MARTÍNEZ

asi peor que la respuesta al diputado Matarí, deshumaniz­ada, casi cruel y estremeced­oramente insensible, fueron las letritas de disculpa que la ministra de Educación improvisó al día siguiente para decir –en Twitter, no en el Congreso, donde profirió la infamia–, que le había llamado para transmitir­le sus disculpas «si mis palabras pudieron ofenderle...». Aún debe dudar Celaá que Matarí pudiera sentirse ofendido por aquella vileza de ponerle a la altura de un bocachancl­a cuando le acusó «de no saber de qué habla» al relatar el diputado la experienci­a positiva de su hija Andrea, con síndrome de Down, con la educación especial. Y si pésimo fue el fondo peor fue el tono altanero de la ministra, lleno de una ensoberbec­ida jactancia. Es esta última una de las caracterís­ticas que ha ido distinguie­ndo a la izquierda en general y al sanchismo en particular. La propia Celaá, cuando era portavoz del Ejecutivo, acusó por ejemplo a PP y Cs de «arrogarse el derecho a presidir la Junta de Andalucía», aunque les salieran las cuentas por el apoyo recibido en las urnas. Arrogarse un derecho es «apropiarse indebidame­nte» de él, porque al parecer según Celaá solo la izquierda tiene derecho a gobernar en Andalucía ya que la verdad y el poder solo a ella le pertenecen. Matarí solo denunciaba en las Cortes, en

Cuando era portavoz del Gobierno convertía las ruedas

de prensa en un festival del humor no

pretendido pues resulta que al final ¡hablaba en

serio!

Ccarne propia y con un respeto y una educación en absoluto merecedore­s de ese roznido ministeria­l, los beneficios de la educación especial para los niños y jóvenes con discapacid­ad. Pero Celaá optó por el gruñido, que sonó como una traca despiadada en la Cámara y que suele ser el ‘argumento’ preferido de quien no encuentra mejor manera de rebatir una opinión contraria. Es el denuesto, airado y hosco, el caldo donde se cuecen las incongruen­cias de quien no halla otra forma de contestar la voz que discrepa. La otra fórmula es no dejarle hablar, como ella hizo con la comunidad educativa vetada cuando se tramitaba su ley en el Congreso para que aquello fuera un trágala. Y en incongruen­cias Celaá tiene un máster. No se entiende su hostilidad contra la escuela concertada cuando ella se educó en un colegio de monjas e incluso, andando el tiempo, llevó a sus hijas a un centro concertado, confesiona­l y que por entonces segregaba por sexos. Y no les ha ido tan mal a las tres.

Lejanos ya, pero aún desternill­antes en cuanto se repasan, los tiempos en que Celaá convertía las ruedas de prensa del Consejo de Ministros en un festival del humor no pretendido pues ella perseguía un discurso serio, hasta que confundía a Julio Iglesias con Pablo Iglesias, o soltaba un disparate jurídico o perlas como que «los hijos no pertenecen a los padres», o confundía a Aristótele­s con Ulpiano («a cada uno lo suyo»), o insistía en que «el Gobierno es un equipo de granito perfectame­nte engrasado» abriendo una estela pionera en el tratamient­o oleaginoso de la rocas. Pero esto último del Congreso no tiene gracia alguna. Muy mala es la ‘ley Celaá’, que fulmina la libertad de los padres y, entre otros desastres, es lesiva para la mejor formación de los chavales al pulverizar tanto el esfuerzo que hasta se puede ser bachiller sin aprobar. Pero mucho peor es la mala educación teñida de petulancia, que eso apenas tiene remedio así pasen los años.

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EFE Isabel Celaá, ministra de Educación
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