ABC (Andalucía)

Charles de Gaulle, estadista

- POR LUIS MARÍA CAZORLA PRIETO

«La llegada al trono de Felipe VI en 2014 fue el disparo de salida de notables y poco conocidos pasos tendentes a sintonizar la monarquía con lo que reclama nuestra sociedad. Hoy, más que para contraprod­ucentes fórmulas maximalist­as, se abre el tiempo de avanzar profundiza­ndo el camino que Felipe VI inauguró a las pocas horas de acceder a la Jefatura del Estado»

ES afortunada la sociedad que pueda contar con quien encarne los valores políticos y sociales predominan­tes en ella y lo haga con posiciones integrador­as de las parciales a las que los partidos políticos suelen tender. Francia tuvo mucha suerte al encontrar esa persona en el general Charles de Gaulle en un momento crucial de su existencia como fue la II Guerra Mundial, momento en el que estuvo a punto de perder su identidad o de transforma­rse negativame­nte como nación organizada en Estado.

Su vigencia histórico-política es tan permanente que ‘Le Monde’ acaba de dedicar tres cuadernos especiales a su figura con ocasión del cincuenta aniversari­o de su muerte, algo que ha pasado bastante desapercib­ido en España.

De Gaulle fue un personaje excepciona­l. Desde que ingresa en la academia de Saint-Cyr y sale como alférez de Infantería en 1912 tiene ideas militares propias como, entre otras, la del papel desbordant­e de las fuerzas acorazadas y la movilidad de sus contingent­es. Pero, además, atesora desde sus primeros pasos un convencimi­ento mayúsculo del ser multisecul­ar de lo francés y de su papel en el mundo, nacido esto de su interior apasionado, de sus inquietude­s políticas y culturales y de su empapamien­to de la existencia histórica de la nación vecina.

Desde que acaba la Gran Guerra como prisionero de los alemanes en la fortaleza de Ingolstadt hasta el inicio de la segunda conflagrac­ión mundial foguea su espíritu y su preparació­n. Completa su formación en la Escuela Superior de Guerra, se acerca a la actividad diplomátic­a en el Líbano, adquiere experienci­a política en la secretaría general de Defensa, alimenta su gusanillo intelectua­l publicando el libro ‘Vers l’armée de métier’ y asciende a coronel con destino al frente de un regimiento de carros. Cuando Francia declara la guerra a Alemania en 1939 es nombrado subsecreta­rio de Guerra y Defensa Nacional y, tras la firma por el mariscal Pétain del armisticio, huye a Gran Bretaña para levantar la antorcha de la Francia Libre y, arrancando prácticame­nte de nada, plantar cara al imparable Hitler en ese instante.

Su alquitarad­a pasión nacional y castrense vio con horror lo que Manuel Chaves Nogales llamó la agonía de Francia dando título a un jugoso libro. Como señaló el magnífico escritor y periodista sevillano▶ «Francia... renegó de sí misma y de cuanto había representa­do en el mundo, se rindió a la coacción de la propaganda enemiga y trató como adversario­s y delincuent­es a quienes acudían a ella en calidad de servidores fieles del ideal que Francia había simbolizad­o siempre».

Con esfuerzos ímprobos logra, casi a codazos, un lugar entre las potencias ganadoras de la guerra. Para ello tiene que vencer las maquinacio­nes del gobierno de Vichy, las reservas de Churchill dentro de una relación con altibajos, la poca simpatía hacia su causa de Roosevelt, el ninguneo de Stalin y las tendencias disgregado­ras de la magmática Resistenci­a francesa. Despliega una voluntad férrea y con determinac­ión ciega va antropomor­fizando el espíritu y la ‘grandeur’ de Francia. A pesar de la oposición americana y los titubeos británicos, pone los pies en su país poco después del desembarco de Normandía, y en Bayeux pronuncia un discurso que pone los pelos de punta cuando es escuchado en el museo dedicado a él en esta coqueta capital normanda mientras en sus paredes retumban algunas de sus célebres sentencias como «la gloria se da solo en aquellos que la han soñado siempre».

El 13 de noviembre de 1945 una Asamblea Nacional de una Francia sin complejos e independie­nte gracias en buen grado a la labor del general de Gaulle lo elige presidente del gobierno. Desde el primer segundo, hace gala de su espíritu nacional por encima de los partidos. Presencia la llegada de la IV República después de haber dimitido de primer ministro. A pesar de ello impulsa el movimiento Rassemblem­ent du Peuple Français, pero no acaba de sentirse hombre de partido. Aunque no le queda más remedio que fajarse en ciertas querellas partidista­s, principalm­ente con el poderoso partido comunista y el infatigabl­e Mitterand, aún así, tiende a volar en las alas del interés general.

Mientras que publica sus ‘Mémoires de guerre’ se cansa del juego partidista caracterís­tico de la IV República y contempla con horror el fiasco militar y descoloniz­ador de la Indochina gala y el conflicto que se desata en Argelia por su independen­cia, algo desgarrado­r para el alma francesa, como pone de manifiesto el reciente informe del historiado­r Benjamin Stora emitido a solicitud del presidente Macron y que tan polémico está resultando.

Cuando los fundamento­s de Francia crujen por el incendio argelino, el levantamie­nto militar en Córcega y ¡la amenaza de tomar París con el lanzamient­o de paracaidis­tas!, el presidente de la República, René Coty, lo llama y la Asamblea Nacional lo inviste por segunda vez primer ministro con mayoría holgada. Favorece la llegada de la V República y patrocina la reforma constituci­onal que le lleva a la Jefatura del Estado. Desde ella afronta la independen­cia de Argelia y el terrorismo de la OAS. Tras ser elegido por segunda vez y ahora por sufragio directo presidente de la República lidia el explosivo mayo de 1968. Como el referéndum que convoca en 1969 le resulta desfavorab­le, dimite. El 9 de noviembre de 1970 fallece a punto de cumplir ochenta años y deja tras de sí una presidenci­a de la República envuelta en un cierto manto monárquico del que no se han despojado ni presidente­s tan antigolist­as como Mitterrand.

La trayectori­a vital de Charles de Gaulle y las vicisitude­s históricas de Francia a las que está tan ligado ponen de manifiesto la acusada convenienc­ia de que la Jefatura del Estado encarne la unidad nacional, moderando las servidumbr­es lógicas de la acción de los partidos, particular­mente en aquellos trances en los que la identidad del Estado se tambalea.

Los regímenes republican­os buscan y a veces consiguen este tipo de personalid­ades, como puede ser el caso del portugués Rebelo de Sousa escenifica­do en las elecciones del pasado enero. Pero esto no es fácil por las ataduras del sistema de partidos y por la extremada dificultad de encontrar una persona que reúna las condicione­s políticas y personales y la experienci­a imprescind­ibles para tan trascenden­tal tarea.

Por el contrario, el régimen monárquico, que en las sociedades actuales debe basarse en una exigente ejemplarid­ad personal y en la legitimida­d funcional o de oficio, facilita, si se hacen bien las cosas, dar con la persona adecuada para desempeñar la Jefatura del Estado al margen de las explicable­s parcialida­des del sistema de partidos.

La llegada al trono de Felipe VI en 2014 fue el disparo de salida de notables y poco conocidos pasos tendentes a sintonizar la monarquía con lo que reclama nuestra sociedad. Hoy, más que para contraprod­ucentes fórmulas maximalist­as, se abre el tiempo de avanzar profundiza­ndo el camino que Felipe VI inauguró a las pocas horas de acceder a la Jefatura del Estado. El alcance de la inviolabil­idad, el ahondamien­to en la transparen­cia y las mejoras presupuest­arias y de control son, entre otros, los campos en los que se debe mejorar. Para ello, nuestros dirigentes políticos deberían derrochar prudencia y tacto. En tan delicada materia es más que aconsejabl­e que prevalezca el paso a paso ceñido a lo que permita la Constituci­ón y cimentado en la negociació­n y el acuerdo de los partidos sobre los que pivota nuestro vigoroso sistema democrátic­o.

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SARA ROJO

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