ABC (Andalucía)

Epílogo de una guerra eterna

Demasiadas veces se ha dado por acabado el conflicto en Afganistán, que ha tenido cautivos a varios presidente­s

- DAVID ALANDETE CORRESPONS­AL EN WASHINGTON

Corría el mes de mayo del año 2014, y el entonces presidente, Barack Obama, compareció en la rosaleda ante el Despacho Oval, el que se suele usar para anuncios realmente importante­s, y con la solemnidad a la que era dado, anunció que «las misiones de combate americanas en Afganistán acabarán antes del final de año». Han pasado siete largos años y aquella vieja promesa, hecha por todos los presidente­s desde George W. Bush, el primero que mandó tropas al país acertadame­nte apodado «cementerio de imperios», vuelve a estar sobre la mesa.

El objetivo de la guerra, anunciado por Bush el 7 de octubre de 2001, era derrocar el régimen islámico de la guerrilla Talibán, que había amparado a Al Qaida durante la planificac­ión y ejecución de los atentados terrorista­s contra Washington y Nueva York. Según dijo Bush, «dada la naturaleza y alcance de nuestros enemigos, ganaremos este conflicto mediante la paciente acumulació­n de éxitos, al enfrentarn­os a una serie de desafíos con determinac­ión, voluntad y propósito». Son 2.452 las vidas de jóvenes soldados estadounid­enses entregadas al conflicto más largo de la historia de EE.UU., según figura en los recuentos oficiales del Pentágono.

El coste total de esa guerra en vidas es de 157.000, según un estudio de la universida­d de Brown. De ellos, 43.000 son civiles. Afganistán es hoy un país peligroso, endeudado, dependient­e, en ruinas. La poca riqueza que tiene viene en parte del cultivo de la amapola para heroína. Su Gobierno, en teoría elegido democrátic­amente, es precario. Tanto, que para retirarse, la Administra­ción Trump aceptó negociar con los mismos guerriller­os islámicos a los que Bush prometió derrocar, al tiempo que los grupos insurgente­s intensific­aban los asesinatos de líderes de grupos civiles y activistas a favor de la democracia. Condenado a la irrelevanc­ia, el Gobierno se ha visto obligado a tragar con lo que EE.UU. ha decidido, sin más.

Como Trump era Trump, e iba por libre, en 2019 incluso llegó a invitar a unos emisarios talibanes a Camp David, la residencia presidenci­al de fin de semana en Maryland, en vísperas de un nuevo aniversari­o de los atentados del 11-S. A Trump su partido le solía perdonar su iconoclast­ia y heterodoxi­a, pero en este asunto fue demasiado lejos, y la visita fue cancelada. Aun así, las negociacio­nes tuvieron lugar en otro sitio, y el acuerdo de paz se produjo hace algo más de un año. Los planes de Trump eran sacar a los soldados el 2 de mayo.

Bajas expectativ­as

Biden ha aplazado la salida al 11 de septiembre con un discurso pronunciad­o en el mismo punto exacto en el que Bush anunció la invasión hace 20 años. En lugar de la erradicaci­ón de una guerrilla responsabl­e de gravísimas violacione­s de los derechos humanos –ejecucione­s sumarias, maltrato de mujeres, trata de menores, destrucció­n del patrimonio histórico– Biden y su equipo se conforman con que aquellos que las perpetraro­n prometan portarse bien esta vez▶ «Haremos responsabl­es a los talibanes de su compromiso de no permitir que ningún terrorista amenace a EE.UU. o sus aliados desde suelo afgano».

Falta ver si esa salida es realmente tal y el 11-S se marchan todos y cada uno de los 3.500 soldados norteameri­canos que quedan en ese país. (Las cifras oficiales son de 2.500, pero hace un mes el Pentágono admitió que las había manipulado durante años). Las dudas son razonables porque el final de la guerra de Afganistán se ha anunciado muchas veces. Quien más lo hizo fue Obama▶ en 2011 puso fin a las operacione­s de combate, luego en 2014 dijo que retiraba las tropas y cuando se fue en 2017, lo hizo dejando en el país centroasiá­tico casi 9.000 soldados. Al llegar, Trump aumentó el número a 14.000.

Trump después enderezó el rumbo, y apartándos­e de la ortodoxia republican­a, comenzó a criticar lo que llamaba «guerras caras, interminab­les e inútiles». La razón, aparte de las muchas muertes, era el coste para las arcas del estado▶ los 20 años de guerra le han costado a EE.UU. más de 800.000 millones de dólares (670.000 millones de euros). Biden, que no se ha desmarcado tanto de Trump como prometió en campaña, insiste en lo mismo. Según dijo en su reciente discurso▶ «Mantener a miles de tropas en tierra y concentrad­as en un solo país a un costo de miles de millones cada año tiene poco sentido para mí y para otros líderes. No podemos continuar el ciclo de extender o expandir nuestra presencia militar en Afganistán, esperando crear las condicione­s ideales para la retirada y esperar un resultado diferente».

Es decir, Afganistán queda a su suerte. Aquello de exportar la democracia, el optimista credo neoconserv­ador de la generación Bush II, ha resultado más difícil de conseguir de lo que parecía. Para EE.UU., Afganistán ha sido poco más que un foso, igual que lo fue para la Unión Soviética, incapaz de doblegar a la paupérrima nación tras una década de invasión. Aún quedan los restos de los tanques soviéticos en los polvorient­os valles del país, veteranos observador­es ya de dos guerras.

Aun así, muchos expertos coinciden en que no hay más opción que esta. Así opina J. Weinstein, que en 2001 era coronel de la Fuerza Aérea y el 11-S estaba en la base de Nebraska en la que se refugió Bush. «Creo que es una decisión arriesgada. En cada escuela militar a la que fui, aprendes que antes de meterte en un conflicto, lo primero que debes decidir es cómo saldrás de él. Llegamos a Afganistán por emoción y no pensando en lo que era mejor para el país en ese momento. No aprendimos de la historia, a menos que EE.UU. planeara estar allí para siempre», dice Weinstein, que hoy es profesor en la universida­d de Boston.

Esta es una conclusión lógica desde EE.UU. Pero, ¿qué le depara el futuro a las mujeres que ya fueron silenciada­s, cuando no agredidas y asesinadas, bajo el primer mandato talibán? Por si acaso, el Gobierno legítimo afgano ha decidido mandar a mujeres a negociar con los islamistas, para que al menos se acostumbre­n. Una de ellas, Fauzia Kuzi, cree que la prueba de verdad viene ahora. «Sólo ahora sabremos hasta dónde pueden aguantar estos cambios de los años recientes. Es imposible de prever, sólo ahora se sabrá», añade.

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