ABC (Andalucía)

Poder Judicial y codicia

- POR GERMÁN FERNÁNDEZ FARRERES

«Aunque pueda parecer paradójico, la intervenci­ón de la ley, fijando condicione­s y requisitos y recortando, por tanto, el poder del Consejo –sea éste del corte que sea, por razón de la elección de sus vocales–, no supondría, por lo demás, atentado alguno contra la independen­cia judicial. Todo lo contrario. Justamente es el silencio de la ley y, a resultas del mismo, la libertad de decisión que se otorga al órgano de gobierno judicial, lo que determina que el Consejo sea presa tan codiciada»

EL bochornoso incumplimi­ento del plazo previsto para la renovación del órgano de gobierno de jueces y magistrado­s ha desembocad­o en una nueva reforma. La Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, de reciente entrada en vigor, ha dispuesto que desde el momento mismo en que haya vencido el mandato de cinco años de los vocales del Consejo sin que su renovación se haya hecho efectiva, el Consejo ‘saliente’ queda privado del ejercicio de la función más relevante y trascenden­tal que tiene encomendad­a. Así de contundent­e. De manera que en tanto no se haga efectiva su renovación, deja de poder proponer el nombramien­to de nuevos magistrado­s del Tribunal Supremo, de presidente­s de los órganos judiciales colegiados (presidente­s de las Salas del TS, de la AN, de los TSJ, de las Audiencias) y, asimismo, el de dos jueces constituci­onales.

La medida resulta, al menos a primera vista, chocante. La mayoría parlamenta­ria que ha sacado adelante la reforma ‘castiga’ al Consejo por no estar renovado, a pesar de que la no renovación se debe a su incapacida­d de llegar a un acuerdo con los demás grupos parlamenta­rios para hacerla efectiva. Pero, más allá de semejante despropósi­to, la medida adoptada tiene una gran virtud, la de poner bien a las claras, aunque lo sea una vez más, que esa función del Consejo que queda suspendida es la causa principal de la lucha política por nombrar a unos u otros vocales. Y es que importa mucho quiénes sean los vocales del Consejo porque a ellos les correspond­e designar a los magistrado­s que componen la ‘cúpula’ judicial. Aunque también se les atribuyen otras funciones y potestades (la disciplina­ria de jueces y magistrado­s, la de velar por la efectiva independen­cia en el ejercicio de su función jurisdicci­onal, la de emitir informes sobre determinad­os proyectos de ley, la de organizar cursos de formación, etc.), fácilmente se comprende que lo sustancial y decisivo es la designació­n de los magistrado­s llamados a enjuiciar en última instancia las decisiones del Gobierno y de la Administra­ción –e, incluso, del propio Consejo– y los asuntos que más les pueden afectar. Tanto es así que no resulta arriesgado afirmar que la disputa y enfrentami­ento de los partidos políticos por los nombramien­tos de los vocales del Consejo cesaría, o al menos se atenuaría considerab­lemente, si a los mismos dejase de correspond­erles el ejercicio de esa competenci­a.

Sin embargo, no es preciso ir tan lejos. Privar al Consejo de tal competenci­a, para asignarla a otros poderes del Estado, aunque no sea una opción teóricamen­te descartabl­e, al punto que hemos llegado resulta absolutame­nte inviable. Pero es que, además, a poco que se afine en el análisis, el problema no radica sólo en quién elige a los altos cargos judiciales, sino, sobre todo, en el hecho de que los requisitos y criterios legales previstos para la designació­n permiten tan amplios márgenes de apreciació­n y decisión que prácticame­nte equivalen a que el Consejo decida con plena discrecion­alidad. Una discrecion­alidad que, como es natural, reclama más que nunca manos virtuosas que la administre­n.

Si lo que encubre la disputa sobre la elección de los miembros del Consejo es la pretensión de poder influir, directa o indirectam­ente, en el ejercicio de la competenci­a más trascenden­tal que se les atribuye –la que verdaderam­ente concita el interés de los partidos y alimenta el conflicto–, resulta lógico que se haya decidido suspender ese ejercicio. Ante una renovación encallada, dada la imposibili­dad de alcanzar el ‘quorum’ de tres quintos del Congreso y del Senado necesario para la elección de los nuevos vocales, mientras que, a la vez, los actuales vocales siguen en el ejercicio pleno de sus funciones –lo que, sin duda, favorece a la actual minoría, que es la que en su momento mayor influencia tuvo en su designació­n–, no se ha dudado en aplicar esa tosca lógica del ‘ni para ti, ni para mí’, a fin de ganar tiempo y esperar a que la correlació­n de fuerzas cambie y el control del Consejo pueda pasar a ser mío. De manera que no hay renovación, pero tampoco habrá, en tanto no la haya, nuevos nombramien­tos. No otra es la explicació­n de tan singular medida legal.

Lo dicho queda ratificado por el hecho de que nuestros representa­ntes políticos –e, incluso, las asociacion­es judiciales–, no muestran especial interés en poner coto a esas ‘libres designacio­nes’. Ignoro cuáles puedan ser los motivos, aunque no cabe descartar que consideren preferible no cerrar la puerta y, por tanto, no perder la oportunida­d de seguir influyendo. Desde luego, bien saben que restringie­ndo los amplísimos márgenes de decisión del Consejo en el ejercicio de la competenci­a de nombramien­tos, la pugna política por controlarl­o perdería relevancia e interés. Ni con la elección parlamenta­ria de los vocales, ni con la elección corporativ­a, ni con cualesquie­ra otros posibles sistemas mixtos, esa pugna desaparece­rá. Y es que en la medida que las designacio­nes sigan gozando de tan amplios márgenes decisorios, el control judicial de las mismas, por muchos que sean los esfuerzos de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, no servirá para que la politizaci­ón del Consejo cese.

La corrección del sistema de designacio­nes debería ser la línea de actuación prioritari­a, y no sólo por las benéficas consecuenc­ias que ello depararía para el propio gobierno judicial, sino porque, además, lo reclama la propia Constituci­ón. Los altos cargos judiciales no dejan de ser cargos funcionari­ales, al servicio de la garantía plena de la observanci­a de la ley y el Derecho. No son cargos políticos, ni representa­tivos de la voluntad popular. Y por no serlo, en lo que atañe al acceso a los mismos, quedan sujetos a las exigencias de igualdad, capacidad y mérito. De manera que no debería admitirse una ‘libertad’ de designació­n de los mismos tan amplia como la actual. Aunque pueda parecer paradójico, la intervenci­ón de la ley, fijando condicione­s y requisitos y recortando, por tanto, el poder del Consejo –sea éste del corte que sea, por razón de la elección de sus vocales–, no supondría, por lo demás, atentado alguno contra la independen­cia judicial. Todo lo contrario. Justamente es el silencio de la ley y, a resultas del mismo, la libertad de decisión que se otorga al órgano de gobierno judicial, lo que determina que el Consejo sea presa tan codiciada.

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