ABC (Andalucía)

¿Quién teme al mérito feroz?

- POR RAFAEL ATIENZA RAFAEL ATIENZA ES MIEMBRO DE LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS

«Las debilidade­s humanas suelen constituir un campo fértil para atraer el voto y particular­mente el resentimie­nto permite una explotació­n como ninguna otra, pues pocos ciudadanos están libres de algún resquemor o frustració­n en la competenci­a diaria. De ahí que el igualitari­smo haya sustituido a viejas expresione­s como la clase obrera, que tan buenas carreras políticas produjeron antaño. Pues una política adecuada puede atenuar la pobreza, pero la igualdad es un imposible metafísico»

NO parece claro que los historiado­res del futuro definan la caída del muro de Berlín como un triunfo del capitalism­o. En su último libro, ‘La tiranía del mérito’, el profesor de Harvard Michael Sandel entierra el último argumento que le quedaba a ese viejo sistema liberal▶ la meritocrac­ia. Antes, la crítica del sistema se basaba en que no había suficiente meritocrac­ia, y que todas las actuacione­s deberían encaminars­e a evitar que las ventajas iniciales de que gozaban los hijos de familias acomodadas o cultas dificultas­en la igualdad de oportunida­des.

El libro de Sandel deja atrás todo este debate, pues afirma que la meritocrac­ia no existe, pero que si existiera sería aún peor, por el resentimie­nto que crearía. Que el mérito sea premiado es «socialment­e corrosivo». Que los mejores en cualquier campo obtengan más prestigio o compensaci­ón que los peores es socialment­e dañino, pues «ser pobre en una meritocrac­ia es desmoraliz­ador». Para Sandel, un siervo de la gleba del siglo XI puede maldecir su destino, pero nunca pensaría que se lo merece, mientras que la idea de que cada cual merezca el lugar que tiene en la vida sería una fuente de sufrimient­o insoportab­le. El sistema de selección de las mejores universida­des genera tal frustració­n en los no admitidos que el autor sugiere el sorteo, en el que la admisión o el rechazo sean casuales, nunca merecidos. Como escribió Gómez Dávila «los triunfos alcanzados despiertan menos envidia que los triunfos merecidos». Es un libro inteligent­e y políticame­nte oportuno donde los haya.

Las debilidade­s humanas suelen constituir un campo fértil para atraer el voto y particular­mente el resentimie­nto permite una explotació­n como ninguna otra, pues pocos ciudadanos están libres de algún resquemor o frustració­n en la competenci­a diaria. De ahí que el igualitari­smo haya sustituido a viejas expresione­s como la clase obrera, que tan buenas carreras políticas produjeron antaño. Pues una política adecuada puede atenuar la pobreza, pero la igualdad es un imposible metafísico. El igualitari­smo, por inalcanzab­le, es un buen lema electoral y por eso ha dejado atrás a las críticas sociales anteriores a la caída del muro.

Si confundimo­s desigualda­d con injusticia, como hace el igualitari­smo, la misma naturaleza humana sería el reino de la sinrazón e iniquidad. Claramente no hay mayor desigualda­d que la que separa a un guapo de un feo, a un saludable de un enfermo o a un listo de un tonto. Por eso concitan nuestro odio y rencor (sobre todo los guapos), pues esas diferencia­s sí que son lacerantes, pero los gobiernos no encuentran forma de penalizarl­as para consolar a su público. Ni siquiera pueden freírles a impuestos. No es fácil gravar fiscalment­e a los más inteligent­es, saludables, guapos, oportunos, seductores, habilidoso­s, afortunado­s o simplement­e felices, serían necesarios jurados muy complejos. De ahí que los gobiernos no se refieran a otra fuente de desigualda­d que el dinero porque es fácil de medir y permite un cierto control y gravamen. Al reducir todo a cifras resulta fácil señalar las diferencia­s y, entre todas las desigualda­des, hacer recaer nuestra mirada sólo en la económica.

El no contemplar otras diferencia­s que las económicas tiene unas consecuenc­ias socialment­e nocivas. De hecho, a lo largo de la historia la sociedad ha buscado siempre formas de distinción que no se redujeran al patrimonio. El honor, la ascendenci­a, la notoriedad, el prestigio académico, militar, científico o literario, los clubes y grupos sociales, las condecorac­iones y premios, toda esa galaxia tenía y tiene por objeto aportar un reconocimi­ento ajeno a toda considerac­ión patrimonia­l. Una distinción que conduzca a una estima social de quien realiza bien su labor y una admiración para quien destaque con total independen­cia del lucro. En ese aspecto, todas las posibles formas de distinción son pocas. Pero desgraciad­amente hemos visto decaer la autoridad del mundo universita­rio, académico, literario o filosófico. Del mundo político, que ha perdido todo prestigio y ya no atrae a los mejores. La decadencia de los lugares o cualidades que otorgan autoridad o reputación amenaza con dejar el dinero como única medida y favorece una cierta desazón en tanta gente con talento y vocación que no se dedican simplement­e a ganarlo. Esto se percibe en la falta de estímulo de tantos profesores, ensayistas, investigad­ores y profesiona­les vocacional­es, que merecen un reconocimi­ento y estatus independie­nte del ingreso que perciban.

Hay que añadir que, por primera vez en el discurso político, el acento no se pone en los más pobres, sino en los más ricos. Cada vez se ven menos datos y gráficos de clases medias y todos los días se habla de los magnates del 0,1%. Ciertament­e el crecimient­o de las clases medias en China e India había de afectar la vida de muchas clases medias occidental­es. Pero a la hora de buscar soluciones o de paliar daños, se alude siempre a lo único que no hay forma de evitar▶ que la globalizac­ión y la digitaliza­ción permitan que unas pocas personas con talento y acierto levanten patrimonio­s considerab­les. Toda esta diaria enumeració­n de grandes fortunas envenena la convivenci­a y nada soluciona, aunque ayude a vender libros y atraer votantes.

En fin, parece que, a fin de paliar toda frustració­n, haya de ser función de los gobiernos que se pierda progresiva­mente todo estímulo o recompensa, todo lo que hace que los ciudadanos quieran progresar y esforzarse. Estos son, básicament­e, el poder, el prestigio y el dinero. El primero es una montaña rusa que expulsa a los mejores, el segundo va perdiendo importanci­a en la sociedad digital y sólo va quedando el tercero, claramente inadecuado como jerarquiza­dor social. La cuestión está en cómo incitar a la gente a esforzarse y dar lo mejor de sí. Dónde está el premio o el logro del buen trabajo. Del mismo modo que la burocracia y cargas fiscales frenan la iniciativa y asunción de riesgos, la caída de los elementos que otorgan prestigio o relevancia hacen menos atractivo el esfuerzo a profesiona­les capacitado­s y con vocación. Y ahora aparece otro sujeto destinado a un gran futuro político▶ el resentimie­nto del perdedor, contra el que no se ofrece mejor solución que el evitar que haya ganadores.

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NIETO

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