ABC (Andalucía)

Mediterrán­eo, elegiaco, satírico y moral

- JAIME SILES

Luis Martín Santos, García Hortelano y Luis Goytisolo.

Brines era uno de los poetas más indiscutib­lemente emocionant­es de la historia de nuestra poesía. No era solo la belleza de su expresión sino también la dimensión sentimenta­l de su palabra poética la que ha seducido durante décadas a miles de lectores. Lúcido, reflexivo, Brines contemplab­a el tiempo, la palabra en el tiempo, como diría Machado, consciente de que en su devenir explica lo que somos. Un tiempo que ofrece y niega los deseos, que le hace meditar sobre la naturaleza efímera y duradera del amor, que se vuelca en la memoria para recuperar esos espacios de duración donde pudo atisbar la aurora y el crepúsculo de la felicidad.

Desde su casa en Madrid, en la calle María Auxiliador­a, viendo el pinar de la Dehesa de la Villa, o desde su casa en Oliva, Valencia, contemplan­do los naranjales con el Mediterrán­eo al fondo, creó una de las obras más esenciales, sobre todo porque es un intenso y constante autorretra­to.

Frente al abismo que su maestro Cernuda abrió entre la realidad y el deseo, Brines decidió apurar la realidad aunque la sabía frágil y efímera. Gozó del mundo, aunque sabía que pronto todo se convertirá en ceniza. El hombre de las noches heroicas de Madrid, de las correrías nocturnas buscando

La poesía de Francisco Brines, breve pero no tanto como la de Jaime Gil de Biedma, compañero suyo de generación, participa del mismo concepto de rigor que la de éste▶ como él, como Calímaco y como Catulo, detesta tanto el méga Biblion –el libro voluminoso– como el carmen perpetuum (el poema sin fin).

De ahí que en ‘Las Brasas’, premio Adonais 1959, publicado en 1960, hace ahora sesenta años, optara por una forma de dicción próxima al epigrama, a la que nunca renunciará, y que en ‘Palabras a la oscuridad’ (1965) siguiera la longitud y tematizaci­ón propias de la elegía. Porque Brines ha sido, sobre todo, un poeta elegíaco para quien la materia poética era –y así lo reconocía– el tiempo y él. Como tal, su escritura poética –de una clasicidad moderna– se abre a dos grandes vertientes como son la satírica –sobre todo, de índole moral– y la metafísica de cuño y raíz existencia­lista y que tiene como eje la contingenc­ia del ser humano y la conciencia de su finitud. La primera está muy bien representa­da en libros suyos como ‘Aún no’ (1971) e ‘Insistenci­as en Luzbel’ (1977); la segunda, en ‘Palabras a la oscuridad’ el amor, nos hablaba en sus poemas de que amar un cuerpo joven, contemplar los brillos de la ciudad, el fulgor de un paisaje es todo lo que tenemos, de que en su pasajera belleza está nuestra salvación. (1966), en la que me sigue pareciendo la mejor de sus obras, ‘El otoño de las rosas’ (1987), premio Nacional de Poesía de ese mismo año, y en su último libro de poemas ‘La última costa’ (1995).

Brines fue buen conocedor del fútbol –solía firmar sus artículos sobre este deporte, confesándo­se «valenciani­sta»– y también excelente crítico taurino, autor de uno de los mejores poemas dedicados al tema en la segunda mitad del siglo XX, ‘Relato supervivie­nte (Feria de julio en Valencia)’.

Brines era también un notable ensayista, como demostró en ‘Escritos sobre poesía española’ (de Pedro Salinas a Carlos Bousoño), 1995, y su escrito ‘La certidumbr­e de la poesía’ (1984), que constituye un texto ejemplar porque en él desgrana, desmenuza y explica su poética como su maestro Luis Cernuda –a quien dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, «Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda» – hizo en ‘Historial de un libro’.

Brines vivió con vocación de clásico viviente, como lo definió Carlos Barral. Poeta mediterrán­eo, poeta elegíaco, poeta satírico, poeta metafísico y moral, su obra es de una profunda coherencia, sustentada en un sólido sistema de pensamient­o y de dicción. El premio Cervantes reconoció tanta riqueza en el límite mismo de su vida.

La palabra de Brines, la actitud de Brines siempre estaba cerca de la confidenci­alidad. La poesía era esa conversaci­ón con un amigo. Siempre fue un poeta lento, no solo porque la vida le tenía ocupado en sus días y en sus noches, sino porque concebía la poesía en su sentido más alto. Es difícil encontrar un mal poema en alguno de sus libros. Cada libro fue para él una aventura, quizá la misma aventura contada con el fervor del que la vivió y con las palabras justas por las que podía revivir aquella experienci­a. Esto hizo de él un poeta con una obra medida, destilada, donde lo que más conmueve es la belleza de su voz, una voz sumamente personal.

Paso casi todos los días al lado de su casa en Madrid. Miro las ventanas desde donde él veía los campos de Puerta de Hierro y el tumulto de la Complutens­e. Veo los bancos de la Dehesa donde se llevaba sus libros para leer en ese silencio. No sé qué será de esta casa, de la vida que se dejó aquí, una vida sencilla que solo buscó un fulgor efímero, un día tranquilo y un cuerpo robado a las callejas o bares de la noche. Consiguió lo más difícil▶ emocionar a su época diciendo quién era él.

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su casa de Valencia
MIKEL PONCE Francisco Brines, en su casa de Valencia
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EFE Los Reyes le entregaron el Cervantes hace una semana en su casa
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