La muerte de la lectura
La comunión que reinaba entre el público y los grandes autores ya no existe
LA lectura es un hábito solitario. Me gusta leer solo, aislado, encerrado en una habitación, sin ninguna conexión con el exterior. Leer me sigue produciendo una intensa emoción que supera a la de cualquier otro arte, incluida la música.
Recuerdo la turbación que me produjo el desmesurado amor de Swann por Odette en ‘La recherche’ proustiana. Yo acababa de sufrir el final de una relación con el mismo sentimiento de desesperación que experimenta el personaje.
Hay un pasaje en el que un veterano de guerra apunta en un desfile militar que Odette había ejercido la prostitución cuando Mac Mahon era presidente de la República. Ese cruel comentario reflejaba la dimensión de la tragedia de Swann, amigo del Príncipe de Gales y árbitro de la moda parisina. Era una forma de decir que lo había apostado todo por un amor vulgar, que le había hecho profundamente infeliz. Esas palabras me dejaron noqueado. ¿Acaso no es ése el sino de las grandes pasiones?
El amor se expresa mucho mejor en los libros que en la pintura, el cine, el teatro o la música. Y el amor es el tema que subyace en las obras de Tolstoi, Balzac, Dickens o Dostoievski. Estos autores eran populares en el siglo XIX y sus entregas llegaban al gran público. No había entonces ninguna diferencia entre lo clásico y lo popular.
Esto me lleva a pensar que estamos asistiendo a la muerte de la lectura, que era esencialmente un hábito burgués, que requería tiempo, soledad y capacidad de abstracción. No digo que hoy no se escriban buenos libros, pero son para élites. La comunión que reinaba entre el público y los grandes autores ya no existe.
Siempre he creído que la lectura es una costumbre absolutamente inútil. Se lee sin ningún propósito, lo mismo que se mira a las nubes o se pasea por un bosque. Hay que dejar que la letra impresa vaya penetrando en el espíritu sin ninguna resistencia ni prejuicio.
En una época dominada por las prisas y la idea de la utilidad, hay muy poca gente que lee por placer, por el gusto de acariciar el tacto del papel y disfrutar de una frase como las de Flaubert en Madame Bovary, que exprime el lenguaje como un limón.
Un amigo me dijo una vez que no se podía entender a Nietzsche si no se leía en el idioma original. Tal vez sea cierto porque las expresiones son el pensamiento. Hay muchos matices que se escapan en la traducción. Pero hay una relación íntima entre el autor y el lector, que es quien realmente crea la obra al abrir sus páginas.
Leer hoy es un anacronismo, un vicio pecaminoso, un acto de onanismo. Quizás sea uno de los últimos gestos de rebeldía ante la invasión de estulticia que soportan nuestros sentidos. Sí, la lectura ha muerto y nunca va a resucitar en este mundo apocalíptico del siglo XXI en el que los predicadores han sustituido a los escritores.