ABC (Andalucía)

Vidas sin rastro: la angustia de miles de búsquedas

- BEATRIZ L. ECHAZARRET­A MADRID

Menas, menores y huidos de forma voluntaria suman la mayoría de los desapareci­dos en España. De los 25.000 casos anuales solo unos pocos llegan a los telediario­s. Mientras, miles de expediente­s sin resolver se amontonan en los cajones de las comisarías y casas cuartel

El marido de María Luisa se marchó a ver florecer los cerezos del Valle del Jerte y ya no volvió a casa. Tampoco lo hizo Mari, que perdió un tren a Valladolid una mañana de hace treinta años. Las desaparici­ones, que se van apilando en las comisarías y casas cuartel, tienen eso de las malas noticias, se expanden a la velocidad punta del drama y se extinguen con la rapidez que va cediendo el morbo. España y sus medios –mención especial a la televisión– se vuelcan con estas historias. A veces en exceso. Casi siempre de forma desigual. Es difícil olvidar el programa en directo que montó Nieves Herrero cuando en el año 92 encontraro­n los cuerpos de las tres niñas desapareci­das en Alcácer. El pueblo valenciano mutó en plató televisivo y las cámaras se colaron en una intimidad

y un dolor privado que disparó el ‘share’. Aquello era otro siglo y el término tuit no aparecía en el diccionari­o. Las redes, como cuenta Joaquín Amills, presidente de la asociación SOS Desapareci­dos, lo han transforma­do todo.

«Existe la clásica persona que ve su foto circulando por Instagram y piensa “madre mía, la que he liado” y reaparece», explica el que muchos ya conocen como el nuevo Paco Lobatón.

Amills, padre de un chico de 23 años al que se tragó el mar en un misterio con cabos sueltos y contradicc­iones, ha hecho de su asociación un ejemplo que copian por todo el mundo. Redes sociales, cajeros automático­s, taxis, medios de comunicaci­ón y un equipo de 44 personas diseminada­s por la península que trabajan a destajo sin recibir un euro. Han contribuid­o a que el primer vídeo de las dos pequeñas desapareci­das en Tenerife lo hayan visto más de 30 millones de personas.

Porque Anna y Olivia lo están inundando todo, pero cada año desaparece­n en nuestro país una media de 25.000 personas.

¿Qué piensa el padre de un chaval que lleva un año desapareci­do al ser testigo de la difusión hiperbólic­a de otro caso? Pena por quien le falta, pero no solo eso. Las historias que se vuelven más mediáticas, dice Amills, son las que han terminado marcando un antes y un después en los protocolos de búsqueda e incluso en la propia sociedad que los ha ‘consumido’ de forma indirecta. Las asociacion­es, eso sí, no hacen diferencia­s y ya puedes apellidart­e Fernández-Ochoa o ser un López anónimo. Apunta Amills que «siempre habrá casos que llamen más la atención a los medios. Es la propia sociedad la que empatiza con más fuerza con ciertas historias. Una radio o un periódico no pueden hacerse eco de cada denuncia que se registra».

Pero, además, juegan un papel importante la insistenci­a de las familias para llevar la desaparici­ón a los medios e incluso la difusión que puede lograr un pariente bien relacionad­o. También los desapareci­dos tienen contactos. Sin embargo, desde 2016 existe un órgano del Ministerio del Interior, el Centro Nacional de Desapareci­dos (Cndes), que coordina las investigac­iones de cada denuncia y aquí no hay distincion­es. En la mayoría de los casos, la Policía y la Guardia Civil encuentran al desapareci­do o son los propios ausentes los que regresan al lugar del que huyeron. Más de un 80 por ciento de las denuncias concluyen con una respuesta por parte de la Policía y dejan de considerar­se casos activos. Según el Cndes, la mayor parte –en 2020 casi un 40 por ciento del total– son menores extranjero­s no acompañado­s, los menas, que se fugan de centros de protección. Luego están los menores huidos de su entorno familiar, que se sitúan en torno a un 26 por ciento y, por último –quizás desconocid­as aunque más habituales de lo que nos pensamos– los casos de adultos que se ausentan de forma intenciona­da, un 23,54 por ciento. Personas que un día, de manera imprevisib­le, deciden cortar puentes con sus familias, sus amigos del colegio, su trabajo. Se dan a la fuga dejando sus coches aparcados y sus facturas pagadas. Cogen el primer tren, alquilan una habitación en un hotel de una ciudad extraña y ‘resetean’ su vida con la esperanza que siempre tienen

«Es habitual que nos llamen y nos pidan que no los busquemos», relatan en SOS Desapareci­dos

los comienzos. Parece el argumento de una de esas novelas en las que el protagonis­ta se escapa, a lo Holden Cauldfield, y vaga por la ciudad. Pero no es literatura. Algunos de los desapareci­dos voluntario­s se trasladan a otros países, explica el fundador de SOS Desapareci­dos. «Es habitual que telefoneen y nos digan que no quieren que los busquemos. Que paremos la difusión. Les respondemo­s que tienen que personarse en la Comandanci­a de la Guardia Civil o en alguna comisaría para que se anule la denuncia. Si ya están en el extranjero se les indica que acudan al consulado español. Les aseguramos – muchas veces les inquieta– que no daremos informació­n a sus familiares sobre su nuevo paradero». A María Luisa, un día cualquiera, su marido le dijo temprano, nada más amanecer, que quería «ir a ver florecer los cerezos del Valle del Jerte». Y desde entonces han pasado varias temporadas y se han recogido muchas cerezas, pero se quedó sola. Esta mujer santanderi­na prefiere no dar más detalles sobre su historia por si él pudiera volver.

«Irse a por tabaco»

La frase que tuvo que escuchar María Luisa aquella mañana es un eufemismo del manido «se fue a por tabaco y nunca más volvió». Pero más bucólico. Una banalidad con la que el histórico presentado­r de ‘Quién sabe donde’, Paco Lobatón, quiere acabar. Relata a este diario que la categoría de desapareci­do voluntario «conduce a equívoco» y, lo que es más preocupant­e, «minimiza el riesgo de la desaparici­ón». Cuando la Policía lee en una denuncia que alguien desapareci­ó voluntaria­mente, la búsqueda –dice– «cambia irremediab­lemente». Tras varios años de trabajo en la fundación que lleva su nombre, opina que «en la mayor parte de los casos detrás de una desaparici­ón siempre hay una problemáti­ca compleja, un conflicto familiar o, por ejemplo, la intervenci­ón de terceras personas». Lo cierto es que en los protocolos del Ministerio del Interior no se especifica esa delgada línea que separa al ‘desapareci­do voluntario’ del ‘desapareci­do sin causa aparente’. «Ni ellos lo tienen claro», dice el periodista, que aboga por utilizar la categoría ‘sin causa aparente’, más precisa, pues significa que el motivo de la desaparici­ón no se conoce.

Paco Lobatón hizo historia con el formato televisivo ‘Quién sabe dónde’ en la época de los 90. Consiguió resolver casi el 70 por ciento de los casos que se investigab­an, casi todos con un final amargo, aunque también presenció historias misteriosa­s que nunca llegaron a zanjarse, restos mortales que no apareciero­n, finales que quedaron abiertos. En el programa se crearon dos listas▶ una en la que figuraban las personas a localizar –siempre a petición de las familias– y otra en la que se incluían los desapareci­dos que no querían ser localizado­s▶ la ‘Lista R’ o ‘Lista Reservada’. Recuerda Lobatón uno de los casos más curiosos que vivió entonces. El hombre misterioso giraba por Extremadur­a con un circo y cuando la Policía Local logró localizarl­o –subido en un burro– el susodicho espetó que «a buenas horas se iban a preocupar por él». Lo cierto es que su familia lo buscaba para solucionar los trámites de una herencia.

En la memoria colectiva han quedado casos más dramáticos que el anterior y aún con flecos sueltos. La desaparici­ón de la niña Madeleine traspasó fronteras y ocupó las portadas de la prensa internacio­nal durante varios meses en 2007. En España la lista es extensa Marta del Castillo, Yeremy Vargas, ‘El niño pintor’... Sin embargo muchas otras historias, que no se investigar­on con el rigor de hoy, han quedado en la sombra.

María Dolores Sánchez –Mari, para su familia– desapareci­ó en 1990 en Medina del Campo. Tenía que ir a trabajar a Valladolid un día de finales de julio y había quedado a las 8.15 horas en la estación de trenes. Nunca llegó y las dos compañeras que la esperaban se subieron al vagón por miedo a llegar tarde y perder sus empleos. Su hermana Jesusa relata a ABC que la Policía de entonces no les dejó poner la denuncia «hasta pasados tres meses».

«Mari era la séptima de nueve hermanos, de una familia humilde. Nos tranquiliz­aron con la hipótesis de que habría ido a las fiestas del pueblo de al lado». Casi treinta años después, el informe del misterioso caso de María Dolores Sánchez consta de poco más de folio y medio. «Desgraciad­amente, esto no era algo excepciona­l en las pesquisas de la época. Había muchas carpetas que se cerraban por falta de pistas. El epígrafe ‘caso misterioso’ ha sido muy cómodo», lamenta Paco Lobatón, que trató de ayudar a la familia. Sin embargo, en la desaparici­ón de Mari había indicios que llevaban a pensar que la joven había sido víctima de violencia de género. Sus parientes, semanas después de que no cogiera el tren a Valladolid, encontraro­n su diario personal. En la última página había escrito, con letra nerviosa, que la relación de cuatro años que mantenía con su pareja había terminado. «Estaba loquita por aquel chico. Él la pegaba y la pobre Mari llegó a escribir que lo merecía. En aquella carta en la que se dirige a él, reconocía que la relación tenía que terminar, que ya no podía seguir así, pero que ya le echaba de menos». «Nos pusimos en contacto con él, no quiero ni pronunciar su nombre, y nos dijo que había recibido una llamada de Mari desde Barcelona. No nos ayudó en absoluto y mentía, pero la Policía no quiso rastrear aquella llamada», cuenta con frustració­n una de las hermanas. «Cada año que pasa es aún más doloroso, pero no nos damos por vencidos. Quiero que escribas que Mari tiene a su familia, nunca estuvo sola. Por si lo lee».

Capítulos sin cerrar

Pero no hace falta remontarse tan atrás para encontrar historias de desapareci­dos que no copan titulares. El abuelo de Alba, Jesús, se encuentra en paradero desconocid­o desde el pasado agosto. Este octogenari­o salió de su domicilio malagueño a media tarde, las cámaras del edificio lo grabaron. Tomaba medicación, pero «tenía una cabeza lúcida. Aquella mañana mi madre no vio nada raro». Las batidas de la Policía no sirvieron para encontrar ninguna pista y la familia no espera encontrar a Jesús con vida. «Hay que ser realista. Creemos que, por su edad, no sigue vivo, pero sin sus restos es imposible cerrar este capítulo horrible».

Más reciente aún es la historia de Pascual. Un valenciano que superaba los cuarenta y que salió a correr a mediodía. «Había tenido problemas con el alcohol, pero lo había dejado. Estaba mejor que nunca». Desapareci­ó un bochornoso día de septiembre. Había llamado a su madre «Mamá, me he perdido, ahora vuelvo». Pero no lo hizo. La última señal de su móvil se registró cerca de un río. Su hermana Mari Carmen se queja de que la primera búsqueda se hizo a los dos meses y medio «Quizá si la historia de mi hermano hubiera sido otra nos habrían dado una mayor cobertura». Estos casos solo son una muestra de las casi 25.000 desaparici­ones que tienen lugar en España cada año. Paco Lobatón lo define con la puntería del que ha dedicado su vida a paliar el desasosieg­o de tantos familiares «La desaparici­ón crea un sentimient­o más corrosivo que la propia muerte».

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// ABC Una concentrac­ión en recuerdo al desapareci­do Paco Molina

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