ABC (Andalucía)

El halago insultante

Quien llama exiliado a Puigdemont insulta millones de personas

- LUIS DEL VAL

HAY palabras que están rodeadas de historia y sacrificio­s, de huidas y abusos, de coraje y esperanza. ‘Exiliado’, por ejemplo. Quienes hemos conocido a alguno de ellos, quienes pertenecem­os a familias donde los hubo, quienes hemos recibido esa confidenci­a rara, espontánea, de un exiliado –que siempre suelen ser pudorosos, como una manera de defenderse del dolor que dejan algunos recuerdos– sentimos el respeto que merece esa palabra, el tormento y la angustia que hay detrás del concepto. Y, por eso, cuando cualquier tonto contemporá­neo, con la frivolidad que proporcion­a la estupidez, emplea ese mismo término para referirse a un prófugo de la Justicia, que vive cómodament­e, puede que con la involuntar­ia y fraudulent­a aportación de unos contribuye­ntes a los que odia por no pensar igual que él, y dice que Puigdemont es un exiliado, está insultando a millones de personas que, desde hace siglos, tienen que dejar su pueblo, y huir de la tiranía o de la intoleranc­ia que los persigue, sin saber si, más allá de la frontera, encontrará­n la forma de subsistir y no morir de hambre.

Y, cuando cualquier otro tonto contemporá­neo equipara en la misma categoría de persecució­n, racismo y torturas, a un premio Nobel de la Paz como Mandela, y a un secesionis­ta como Junqueras, chirría la semejanza de tal manera que entra en el terreno de la blasfemia social.

Mandela pasó en prisión casi treinta años de su vida, en un país donde la discrimina­ción de las personas negras era perfectame­nte legal, y las cárceles de los negros y el trato que recibían se parecían a la prisión de Lledoners, donde duerme algunas veces Junqueras, tanto como una vagabunda, harapienta y anciana, se parece a la pubilla. Por cierto, en la Cataluña donde mandan los secesionis­tas, quienes sufren la discrimina­ción, quienes son segregados, distanciad­os y marginados –¡incluso los niños en las escuelas!– son los que no son secesionis­tas y sus hijos. A veces, el halago es tan exagerado, tan hiperbólic­o, de una desmesura tan desproporc­ionada que la lisonja, no solamente insulta y desprecia a quienes merecen de verdad esa definición, sino que llena de ridículo al alabado. Transforma la loa en una burla grotesca e irrisoria.

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