Totalitarismos intercambiables
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «La mayor parte de los exiliados europeos del pasado siglo tenían un concepto de Europa como civilización y es lo que transportaron de un lugar a otro, tras las guerras, tras los destierros obligados y tras la
EL 2 de diciembre de 1936, a través de un decreto dictado por las autoridades nacionalsocialistas, le era retirada la nacionalidad alemana al gran escritor y Premio Nobel de Literatura de 1929 Thomas Mann. Comenzaba así, oficialmente, podría decirse, su largo exilio. Pero lo más doloroso para Mann no tardaría en llegar. Unos días después de ser despojado, él y toda su familia, de la ciudadanía, recibe un comunicado de parte del decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Bonn diciéndole que se le retira el doctorado honoris causa de esa Universidad. Su célebre ‘Carta al Decano’ se dirigirá no tanto a él –del que nunca había oído hablar– sino que irá dirigida a los alemanes en general y a la opinión pública mundial.
«El hecho de pensar simplemente quiénes son aquellos a quienes les ha sido dado el poder de despojarme de mi condición de ciudadano alemán –diría Mann en su carta– basta para que este acto aparezca en toda su ridiculez. ¡Me acusan de haber ofendido al Reich y a Alemania porque formulé declaraciones contra ustedes! ¡Tienen la increíble audacia de querer identificarse con Alemania!». Tras esta misiva de hondas repercusiones no sólo en los círculos de la emigración, Thomas Mann se acababa de convertir en el primer representante simbólico de la Alemania libre. El escritor no sólo sería el portavoz de la emigración alemana, sino también un fiel servidor de ella: el último refugio de los fugitivos.
Tiranía y exilio se dan la mano. Si cualquier europeo de nuestros días quiere entender lo que ha sido el devenir de su continente, y la dureza de los traumas del pasado atravesados en el último siglo, antes de llegar a la situación de concordia y bienestar en la que ahora nos hallamos, tiene que dar repaso por fuerza a esos inmensos, y en ocasiones difíciles de concebir, traumas del pasado. «Falta mucho –diría igualmente el Premio Nobel de Literatura de 2002 Imre Kertész, antiguo deportado a Auschwitz por el simple hecho de ser judío– para que se tome conciencia de que Auschwitz no es en absoluto un asunto privado de los judíos esparcidos por el mundo, sino el acontecimiento traumático de la civilización occidental en su conjunto».
En la narración de los grandes traumas europeos del siglo XX, el primero que hay que abordar, por supuesto, es el Holocausto. Es decir, el genocidio judío, de seis millones de seres humanos, simbolizado hoy día, internacionalmente, por una terrible palabra que todo el mundo entiende: Auschwitz. Inmediatamente, en el curso mismo de los conflictos bélicos, de persecuciones y masacres casi sin interrupción, otro de los grandes traumas europeos, repartido por todos los países, de distinta manera y con características en cada caso particulares, sería esa gran cantidad de éxodos, exilios, expulsiones forzosas y expatriaciones que se dieron durante o tras las guerras, ya fueran civiles como la nuestra española, o de carácter mundial como las dos que se sucedieron en un mismo suelo, sin apenas un respiro. Estallidos bélicos y feroces dictaduras que expulsarían a las élites más brillantes, de cada momento, fuera de sus países.
Y si tiranía y exilio se dan la mano, los totalitarismos, que igualmente caminan en paralelo a lo largo del siglo XX, ponen en marcha muy pronto otra clase de exterminio: el cultural. Lo mejor de las artes y las letras, de la ciencia y del pensamiento, en periodos de ultranacionalismos delirantes y de fanáticas ideologías criminales, es expulsado fuera del cuerpo de la nación, como decía Mann, por aquellos que «tienen la increíble audacia» de querer identificarse, de forma única y exclusiva, con lo que es entonces la patria para ellos. Aunque a lo largo de la historia siempre existieron, se puede decir que el siglo XX es el siglo de los exilios y de las grandes migraciones, de todo un planeta que huye y escapa de un lugar a otro, sin cesar, al ser expulsado a causa de guerras, revoluciones, persecuciones raciales y políticas. En la construcción de las ‘nuevas eras’, ya sea la soviética o la nazi, solo cabe la sumisión absoluta. El resto de «indeseables», como se les llamaría, mientras duren esas tiranías, serán despojados de toda ciudadanía. Serán tan solo unos parias obligados al nomadismo o a instalarse donde buenamente los acojan.
Persecución y aniquilamiento, barbarie y desastre de una civilización en su conjunto, se unen trágicamente, de forma inextricable, precisamente en el momento de máximo esplendor de la cultura europea. Dispersados por los pocos países de la aún precariamente Europa libre, miles de emigrados, algunos de ellos muy conocidos, austríacos y alemanes, se esparcieron, en concreto desde 1933, con la llegada de Hitler al poder y con el nefasto hecho simbólico del incendio del Reichstag, en países de tránsito, a la espera de los ansiados visados a los Estados Unidos, o bien en la Francia no ocupada, en Inglaterra o Suiza. Una gigantesca diáspora que sucedía a otra no menos dramática y devastadora, producida tras la Revolución Rusa, quince años antes.
Las tiranías son una fábrica constante, en todas las épocas, de producir encarcelados, perseguidos, emigrados o liquidados entre los miles de opositores o simplemente disidentes de la ortodoxia en curso. Expulsiones y destierros forzosos que no desaparecen en absoluto conforme pasan las épocas. Pensemos si no en la gran cantidad de escritores, periodistas e intelectuales en general que han tenido que salir en los últimos años de Venezuela. O los huidos actuales de la Bielorrusia de un dictador como Lukashenko. Las tiranías son una lacra que no tiene fin, lamentablemente. Cuando la gente es feliz en su país, cuando no temen ser perseguidos a cada momento, cuando hay libertad y no existe la censura, o cuando no se cierran medios de comunicación opositores, las personas no tienen por qué abandonar el país donde tienen sus trabajos, donde disfrutan y donde viven sus seres queridos.
La mayor parte de los exiliados europeos del pasado siglo tenían un concepto de Europa como civilización y es lo que transportaron de un lugar a otro, tras las guerras, tras los destierros obligados y tras la reconfiguración de países y fronteras. El ideal perseguido era la construcción de una comunidad espiritual, de valores humanistas compartidos, como la que ahora gozamos. Esa era la Europa soñada por grandes autores como Stefan Zweig: la de una institución ‘supranacional’ y de tarea ‘civilizatoria’ después de todas las barbaries ocurridas. Él lo repetiría sin descanso: «Sólo un vínculo más estrecho de todas las naciones puede dar lugar a una estructura supranacional capaz de dar alivio a las dificultades económicas, de suprimir las posibilidades de guerras en nuestro continente y vencer el sacroegoísmo nacionalista».