España, ni arre ni so
La pelea de Sanidad y las comunidades refleja un modelo territorial chapucerillo
LA actuación de Sánchez ante el inmenso problema de la pandemia ha sido pendular, oscilando entre un Ejecutivo providencial e intrusivo y una pasmosa inacción. En la primera fase (enero-febrero de 2020), el Gobierno anduvo en la berza, todavía más pendiente de sus eco-feminismos y su comodín Franco que de un desafío sanitario de evidente gravedad. A partir de mediados de marzo, todo cambia. Entramos en la fase de la omnipresencia gubernamental, con el estado de alarma más duro de Europa. Sánchez y sus ministros ocupan la televisión, y a pesar del manifiesto fracaso de su gestión –unos aterradores datos de letalidad–, el Gobierno se vende como el Gran Hermano protector que está salvando al país de la catástrofe. En julio de 2020, nuevo giro. Para intentar mejorar las opciones del PSOE en las elecciones gallegas y vascas, Sánchez proclama repentinamente que «el virus ha sido derrotado» y anima a «disfrutar de la nueva normalidad». Pero se ha columpiado. El virus repunta. Así que en octubre el Gobierno acaba impulsando un nuevo estado de alarma, de seis meses, pero con una singularidad: ahora Sánchez se lava las manos y empluma el covid a las comunidades. En una extraña paradoja ha solicitado unos poderes excepcionales para acto seguido ponerse de canto. Llegan dos nuevas olas, pero él se dedica a tocar la lira. Y falta todavía una última vuelta de tuerca: concluido el estado de alarma, la ministra de Sanidad se acuerda de que el covid va con el Gobierno y decide impartir unas instrucciones de desescalada comunes. Las regiones ya no entienden nada de la yenka de La Moncloa, que ora manda ora no manda. Así que seis de ellas se declaran en rebeldía contra las medidas que publica Sanidad en el BOE.
El virus es el mismo en Álava que en La Rioja y en Lugo que en Almería. Resulta evidente que siempre debimos tener una gestión común para toda España. Pero no pudo ser, y aunque comprendo que Sánchez haya perdido el respeto de las regiones por su pasividad, incompetencia y cambios de criterio, decepciona ver a varias comunidades del PP rebelándose de un modo que creíamos propio de los nacionalistas. Mal pronóstico presenta un país donde establecer reglas comunes semeja ya un imposible.
Todo este carajal atiende a un problema de fondo: un modelo territorial mal diseñado, que en los primeros lustros de la democracia se fue improvisando a salto de mata en respuesta a los lamentos de unos y otros. No contamos con un Estado federal puro, como pueda ser el estadounidense; pero tampoco tenemos un Estado centralista de Ejecutivo férreo, como el francés. El resultado es una fricción constante entre un Gobierno de España que cada vez pinta menos, pero que todavía quiere impostar un poder que ya no posee, y unas comunidades que gestionan todo lo cotidiano, pero a las que no se les acaban de entregar las riendas por completo debido a la deslealtad con el país de los nacionalistas vascos y catalanes. Y así andamos, con un híbrido ‘made in Spain’ que cuando vienen mal dadas degenera en chapuza.