ABC (Andalucía)

Contra el verano

JOSÉ F. Eres una oda a la vulgaridad, una anomalía que se repite cada año y a la que no consigo acostumbra­rme

- PELÁEZ

YA se nota, ya lo huelo, ya se ve a lo lejos el verano, las tormentas de las tardes, el insomnio de las noches, los señores con bermudas luciendo tatuaje en la pantorrill­a, uno de esos tatuajes pequeños, un tribal, un motivo arabesco, quizá el nombre de sus hijos que, la verdad, no sé por qué se lo tatúan, a mí me resultó relativame­nte sencillo aprenderme el nombre de la mía. Llegan las chanclas con la bandera de Brasil, las camisas hawaianas y esas barbacoas donde me verán llorando con un chorizo en la mano, como un neandertal sin más fe que en Dios y en las benzodiace­pinas. Llegan los tirantes y esa pulsión general por el subdesarro­llo, por comer en la calle, algunos sin camisa, como salvajes, llega esa fascinació­n por el mar como de merluza con anisakis, yo no sé por qué me ahogas en música de coche de choque, verano, yo no sé por qué llegas a mi vida para agredirme con un convenio regulador estándar. Llegan tus tardes infinitas, el olor de los contenedor­es al sol, los amigos con piscina y los folletos del sudeste asiático. Yo no quiero visitar el sudeste asiático, yo odio el sudeste asiático, yo no quiero cargar con maletas por aeropuerto­s del sudeste asiático, ni quiero darme ungüentos contra los mosquitos zancudos o vacunarme contra enfermedad­es que no sé pronunciar, yo no quiero meter toda la casa en el maletero de un coche para atravesar la Península como si estuviéram­os en 1985, oh, verano incipiente, eres una oda a la vulgaridad, tú eres el Puigdemont de las estaciones, una cáscara de sandía en la que han apagado un cigarro, una jarra de cerveza con gaseosa caliente en la que cae una mosca, eres una anomalía que se repite cada año y a la que no consigo acostumbra­rme. Sigues llegando cuando menos me lo espero y ya solo creo en un cielo encapotado como de país protestant­e en una vulgar tarde de miércoles de noviembre, en la belleza que se oculta en el sonido del tráfico rodado sobre la lluvia, en la rutina sagrada, en el orden robado, en el paraíso perdido y en la primera tarde de otoño en la que, por fin, volvamos a la dignidad, a la chaqueta y a la aristocrac­ia del cambio de hora. Apenas eso.

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