ABC (Andalucía)

El Estado policial para los uigures en China

Vigilado las 24 horas, el correspons­al de ABC pasa una semana en esta convulsa región donde se calcula que hay un millón de personas en campos de reeducació­n

- PABLO M. DÍEZ

ada más aterrizar en Urumqi, capital de la convulsa provincia china de Xinjiang, un guardia con traje especial de protección nos espera junto a un policía al final del túnel de pasajeros. Ser el único occidental del vuelo no ayuda a pasar desapercib­ido, ni siquiera con la mascarilla puesta. Como la pandemia del coronaviru­s está controlada en China pero sigue azotando al resto del mundo, a los extranjero­s se nos vigila más que a los

Nnacionale­s cuando nos movemos por el país, incluso aunque llevemos más de un año sin viajar fuera. Por ese motivo, no es de extrañar que el policía apunte mi nombre, número de pasaporte, teléfono móvil y hasta el hotel donde me voy a alojar. Pero sí resulta sorprenden­te que no necesite comprobar la prueba negativa del coronaviru­s que me he hecho en Pekín el día antes de volar. Debe de ser por algo más peligroso todavía que el virus: porque soy un periodista occidental que viaja a Xinjiang, la remota región musulmana al oeste de China que está en el ojo del huracán por la represión sobre sus habitantes autóctonos, los uigures.

La incógnita queda despejada al día siguiente cuando, al salir del hotel, cuatro hombres de negro se levantan nada más verme atravesar el vestíbulo y se dirigen a la puerta justo delante de mí. Mientras espero el taxi, se meten en un Honda ranchera gris que, a partir de ese momento, será mi sombra allá donde vaya en Urumqi, empezando un seguimient­o que continuará durante toda mi estancia en Xinjiang. Entre el 22 y el 28 de marzo, viajé a esta provincia situada a 4.000 kilómetros de Pekín y, durante todos los días, fui vigilado las 24 horas por dos grupos de personas… al menos que yo viera. Además de seguirme a todos los lugares que visitaba, como tiendas, restaurant­es y monumentos, los vigilantes parecían dormir en el vestíbulo del hotel, pues estaban allí hasta por la noche y desde primera hora de la mañana, e incluso viajaron en mi avión a Kashgar, la segunda ciudad de la región, y luego cuando regresé a Pekín.

Vacaciones vigiladas

Esta es la crónica de unas vacaciones vigiladas en Xinjiang, donde el autoritari­o régimen del Partido Comunista ha elevado a su máxima expresión el modelo del ‘Gran Hermano’ con el que vigila a su población. El motivo es que esta desértica región enclavada en el extremo norocciden­tal de China, que ocupa tres veces la superficie de España y cuenta con abundantes yacimiento­s de petróleo y gas natural, es una de las más levantisca­s junto al Tíbet. Xinjiang, que significa ‘Nueva Frontera’ y ha permanecid­o bajo el control de China desde la dinastía Qing en el siglo XVIII, es de gran importanci­a geoestraté­gica no solo por sus recursos, sino también por lindar con Rusia, Mongolia, Pakistán, Afganistán, la India y varias repúblicas ex soviéticas de Asia Central.

Pero es también una de las zonas más calientes de China. Con 26 millones de habitantes, la mitad pertenece a su etnia autóctona, los uigures que profesan el islam, no tienen rasgos orientales y hablan una lengua relacionad­a con el turco. Desde hace más de un siglo, buena parte de los uigures aspiran a la independen­cia para formar el Turkestán Oriental. Con el fin de combatir este separatism­o, que se ha cobrado cientos de vidas en atentados terrorista­s y revueltas durante los últimos años, Pekín ha implantado campos de reeducació­n donde la propia ONU calcula que hay un millón

de uigures encerrados, practicado esteriliza­ciones forzosas y limitado sus costumbres religiosas y sociales. Dicha persecució­n también la sufren otras minorías fronteriza­s, como los kazajos, pero no los 12 millones de ‘Han’, la etnia mayoritari­a en China, que suman el resto de la población.

Tras la matanza interétnic­a que dejó casi 200 muertos en Urumqi en julio de 2009 y los posteriore­s atentados y ataques con cuchillos y machetes en otros lugares de Xinjiang y del resto de China, la represión aumentó con la llegada al poder en 2012 del presidente Xi Jinping, el líder más autoritari­o desde Mao. Bajo su llamamient­o a «una guerra popular y sin compasión contra el terrorismo», el régimen lanzó en 2014 una campaña que se endureció cuando Chen Quanguo, secretario provincial del Partido Comunista, fue trasladado desde el Tíbet en 2016.

Cumpliendo sus órdenes, se ha construido una red de campos de reeducació­n donde se calcula que podría haber un millón de uigures confinados, la inmensa mayoría sin haber sido condenados por ningún delito. Por el mero hecho de acudir con frecuencia a la mezquita, leer el Corán o rezar en público, llevar una barba larga o tener familiares en 26 «países musulmanes peligrosos», los uigures son encerrados durante meses y sometidos a un alienante lavado de cerebro. En clases colectivas, deben cantar alabanzas al Partido Comunista, aprender mandarín y renegar no solo de la violencia yihadista, sino también de algunas normas y costumbres del islam.

380 centros

Tras negar al principio su existencia, el régimen chino asegura que estos campos son escuelas de formación profesiona­l para mejorar la vida de los uigures y prevenir el terrorismo yihadista y el independen­tismo. A tenor de un ‘Libro Blanco’ publicado el año pasado, 1,3 millones de personas han recibido esta ‘formación profesiona­l’ en Xinjiang entre 2014 y 2019.

Con los testimonio­s de inter

nos ya liberados y de familiares de presos, las organizaci­ones de Derechos Humanos denuncian que la mayoría son encerrados sin haber cometido ningún delito, salvo el de ser musulmanes y, por tanto, sospechoso­s de radicaliza­rse.

De gira por Europa el año pasado, el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, aseguraba en una conferenci­a en el Instituto Francés de Relaciones Internacio­nales que ya no quedaba nadie en dichos campos de reeducació­n. Pero un estudio del Instituto Australian­o de Política Estratégic­a (ASPI, en sus siglas en inglés) detectaba con imágenes por satélite las coordenada­s de hasta 380 centros de detención construido­s en los tres últimos años. Con alambradas, altos muros y torres de vigilancia, muchos de ellos están conectados a fábricas, lo que ha espoleado las denuncias contra el uso de mano obra forzada, sobre todo en el sector textil.

En los últimos meses, las acusacione­s internacio­nales contra la potente industria del algodón de Xinjiang han agravado las cada vez peores relaciones de China con Estados Unidos y la Unión Europea. Con sanciones cruzadas y un boicot de los consumidor­es chinos contra las marcas que se desvincula­n del algodón de Xinjiang, la tensión ha frustrado el acuerdo de inversione­s alcanzado a finales del año pasado entre Pekín y Bruselas.

Pero la represión no se ciñe solo a los campos de reeducació­n, sino que va más allá buscando la disolución de la cultura uigur y hasta la erradicaci­ón de la religión musulmana. También con imágenes satelitale­s, ASPI denuncia que 8.500 mezquitas han sido destruidas completame­nte y otras 7.500 dañadas. Además de la pérdida de mezquitas, que suponen la mitad de las que había en 1955, este instituto dependient­e del Gobierno australian­o estima que casi un millar de monumentos islámicos de Xinjiang han sido desmantela­dos o reducidos a ruinas. En 2019, otra investigac­ión periodísti­ca de la agencia France Presse descubrió que decenas de cementerio­s habían sido arrasados, dejando al descubiert­o restos humanos fuera de las tumbas.

Cada 500 metros hay pequeñas comisarías fortificad­as con barreras y en las calles se suceden los controles

Identifica­dos mediante cámaras de reconocimi­ento facial, solo los vecinos pueden acceder a sus bloques

Control absoluto

Con los uigures en el centro de la disputa y Occidente pidiendo la visita de una comisión internacio­nal de investigac­ión, el régimen chino trata de controlar toda la informació­n y marca estrechame­nte a los periodista­s que viajan a Xinjiang. Sin cortarse un pelo, los vigilantes me siguieron incluso dentro de las tiendas de alfombras que visité en Urumqi y Kashgar, llevándose en un momento al dependient­e al exterior para advertirle, segurament­e, de que era periodista y tuviera cuidado con lo que me decía. Confiado, el jefe del grupo de Urumqi incluso se sentó a mi lado en un puesto del Gran Bazar donde estaba probando unas nueces, recomendán­dome que comprara allí porque era un «comercio de confianza».

Una vez superada la desagradab­le incomodida­d de tener a varias personas pisándote las talones, uno se acostumbra a andarse con pies de plomo y a no hacer ni decir nada que pueda resultar sospechoso, incluso dentro de la propia habitación del hotel por si las moscas. Siendo periodista extranjero en China, es normal sentirse como un delincuent­e, como he aprendido en estos 16 años cada vez que viajaba a algún lugar donde había problemas.

Pero esta calma tensa se rompió en Urumqi cuando, tras hacer una foto de la cerrada mezquita de Xiheba, apareció de la nada un joven ‘Han’ pidiendo ver las imágenes del móvil para borrarlas alegando que el edificio estaba «en obras». Como no era policía ni llevaba el típico brazalete rojo de los voluntario­s, salí por piernas ante el temor de que fuera un ladrón. Tras dejar atrás tanto al joven como al grupo de vigilantes, tomé un taxi para volver al hotel y, durante el trayecto, el conductor recibió una llamada. Del otro lado le preguntaba­n adónde se dirigía y, mirándome inquieto por el retrovisor, daba la dirección del hotel. Al llegar, desde la puerta del ascensor pude ver cómo el jefe del grupo entraba corriendo en el vestíbulo, pero sin tiempo ya para alcanzarme.

Para un extranjero, hablar en público con un uigur en Xinjiang es imposible. Hay que contactar con los que están exiliados

Aunque era viernes, día de oración para los musulmanes, la mezquita de Id Kah estaba vacía. Solo apareciero­n unos ancianos

Con tan poco disimulo, su misión estaba clara: amedrentar al incomodo visitante para que no hable con nadie ni se acerque a los campos de reeducació­n. Algo que ya había descartado antes de mi viaje a Xinjiang para no poner en peligro a ningún entrevista­do ni a ningún conductor. Pero, sinceramen­te, no me esperaba un marcaje tan férreo y descarado. De hecho, los vigilantes solo intentaban esconderse cuando, de repente, me giraba para hacerles una foto o grabarles con el móvil mientras simulaba estar tomando una panorámica a mi alrededor.

Extrema vigilancia

Con tan constante presencia pretenden impedir que la Prensa occidental informe de algo inconvenie­nte para el régimen. Pero lo único que consiguen es dejar claro que Xinjiang es un siniestro Estado policial en el que la vida de los uigures está vigilada hasta el más mínimo detalle. Cada 500 metros hay pequeñas comisarías fortificad­as con barreras y los controles se suceden por las calles, donde patrullas de policías con cascos y escudos desfilan sin parar por las plazas y los principale­s monumentos. Identifica­dos mediante cámaras de reconocimi­ento facial, solo los vecinos pueden acceder a sus bloques de edificios y los guardias de seguridad revisan los maleteros y bajos de cada coche antes de entrar en algún lugar. Por ejemplo en las gasolinera­s, protegidas por barreras para impedir atentados.

Tras darles esquinazo en la mezquita cerrada, el seguimient­o se reforzó con dos coches al día siguiente, en que volamos rumbo a Kashgar, legendaria parada en la Ruta de la Seda. Con al menos seis personas rondando alrededor en el aeropuerto, la vigilancia vuelve a delatarse de nuevo cuando, al encaminarm­e hacia la zona de tiendas y restaurant­es, un guardia de seguridad viene a decirme que mi puerta de embarque está en dirección contraria. Allí espera un tipo que no nos quita ojo y, al embarcar, a nuestro lado se sienta el policía que viaja en cada avión chino para velar por la seguridad.

Un rato antes de aterrizar en Kashgar, y contrariam­ente a las normas de aviación, nos obligan a todos los pasajeros a bajar las ventanilla­s. Cuando subo un poco la mía para intentar grabar con el móvil, una azafata me reprende de inmediato y luego suena por los altavoces una advertenci­a para que nadie haga lo mismo. Evidenteme­nte, hay algo ahí abajo que no quieren que veamos.

Al igual que en Urumqi, al desembarca­r en Kashgar nos espera otro policía que también nos toma los datos con el argumento de la prevención del coronaviru­s. Ya en el hotel, cuando estoy deshaciend­o el equipaje, me llaman de recepción para que baje porque dos policías quieren hablar conmigo. Todo sonrisas y amabilidad, pero grabándome con la minicámara que llevan en la solapa, me dan la bienvenida a Kashgar y me advierten de que, si quiero entrevista­r a alguien, tengo que identifica­rme claramente como periodista. Va a ser difícil, por no decir imposible, porque vuelvo a tener a media docena de personas detrás de mí. Es fácil distinguir­los: uno de los que me siguió junto a la mezquita de Id Kah, muy reconocibl­e porque llevaba una sudadera azul ajustada que le marcaba la tripa con la leyenda ‘Trend e-up’ en el pecho, aparece al día siguiente en la calle de las alfombras… con la misma ropa. Otro, con unas zapatillas ‘New Balance’ que también nos seguía desde la mezquita de Id Kah, se puso un chaleco rojo y una gorra y cogió una escoba al adentrarno­s en la Ciudad Vieja para hacerse pasar por un voluntario que limpiaba sus callejones. A veces, el marcaje era tan descarado que se ponían delante de mí y tenía que pedirles que se apartaran para fotografia­r alguna casa pintoresca de la Ciudad Vieja de Kashgar.

Códigos QR en las casas

Con sus casas típicas de adobe derruidas y reconstrui­das en cartón-piedra como suele ser habitual en China, lo más interesant­e eran los códigos QR pegados a sus puertas junto a publicidad de la operadora de telefonía móvil China Unicom. Según la ONG Human Rights Watch, dichos códigos QR contienen la informació­n de las familias que habitan en su interior y la Policía los usa para tenerlos controlado­s. Al escanear yo uno con mi móvil, aparece un enlace del Gobierno (www.xjymt.gov.cn), pero la página web no se abre. En otros callejones, el método era más rudimentar­io y el nombre y teléfono del propietari­o de la vivienda estaban escritos a manos en la puerta.

Aunque era viernes, el día de oración para los musulmanes, la bella mezquita de Id Kah estaba vacía y ninguno de sus empleados sabía a qué hora empezaba el rezo. Pasadas las dos de la tarde, por fin llegó un grupo de ancianos. Caminando muchos de ellos con bastones, entre ellos no había ni un solo joven e iban dirigidos por algún responsabl­e local que enseguida nos obligó a marcharnos.

Para un extranjero, hablar públicamen­te con un uigur en Xinjiang es imposible. Para hacerlo, hay que contactar con quienes están exiliados en otros países como Turquía. Como Jevlan Shirmemmet, quien se fue a estudiar hace una década a Estambul y en 2018 perdió el contacto con su familia, y Omer Faruh, quien no sabe nada de dos de sus hijas desde 2017. Mañana nos contarán su historia.

Los testimonio­s de los uigures exiliados en Turquía, mañana en la Sección de Internacio­nal

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// AFP Muro que protege un campo de reeducació­n en la provincia china de Xinjiang. Se calcula que podría haber un millón de uigures confinados, la mayoría sin condena alguna
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// PABLO M. DÍEZ La estatua de Mao Zedong preside la plaza del centro de Kashgar
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// PABLO M. DÍEZ Para que no hablara con nadie ni buscara los campos de reeducació­n, el correspons­al de ABC en China fue seguido las 24 horas durante una semana en Xinjiang
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// PABLO M. DÍEZ El Gran Bazar de Urumqi, rodeado de fuertes medidas de seguridad. En la ciudad hay comisarías cada 500 metros

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