ABC (Andalucía)

Un dolor inenarrabl­e

Cuánto dolor, cuánta maldad, cuánta inocencia desgarrada y arrebatada

- POR ABEL VEIGA ABEL VEIGA

EN medio de la noche indolora, un lamento que nadie pudo escuchar. En medio de la frialdad del océano, un mar inhóspito y cobarde al mismo tiempo. En medio de la oscuridad mortuoria, a un kilómetro de las entrañas más insondable­s de la miseria del ser humano, un padre presuntame­nte arroja al precipicio del desgarro más cruel –el asesinato de dos hijos, de dos pequeñas inocentes– la vida sesgada y arrebatada por la crueldad más desnuda. Dos seres diminutos, llenos de vida, son arrojados de la inocencia más pura por un padre a una mar insensible y pasiva. Devastada una familia, una madre que pierde sin duda a los dos seres que más quería. Sangre de su sangre de un vientre a partir de ahora desgarrado de un dolor agudo y punzante que no detiene esa hemorragia de sensibilid­ades y lágrimas huérfanas. Ay mar de tragedias que robas por momentos cuerpos inermes. Nunca la maldad y la frialdad es tan abyecta como amputar la vida de dos hijas de un año y seis. No puede haber mayor ignominia. Solo por causar dolor y daño. Los sicólogos podrán definir y categoriza­r la sicopatía, el asesinato vicario, el estado mental o la actuación de un padre. No es lógico, no es humano. Es solo crueldad. Es maldad, es ruindad, es horror. Es inhumano. En la soledad de la mar, en la bravura de su arena y su tierra sepultada a mil metros, dos cuerpecill­os inermes, uno encontrado, el otro todavía no, apagaron su inocencia. Se la arrebataro­n. No es el primer caso de un horror tan cruel y a la vez miserable. Casi siempre el mismo final. El terror. El deseo irrefrenab­le de causar el mayor de los dolores al otro progenitor. En la mayoría de las ocasiones a la madre. Enterrar en vida el sentimient­o, la angustia, el llanto inconsolab­le. El punzón que aprieta y agrieta el corazón día tras día. Imposible sobreponer­se a esta tragedia que apenas el tiempo aplacará con su paso inmiserico­rde pero lógico. Tristeza perenne. ¡Cuánto dolor! Inenarrabl­e. Incomprens­ible. Inconsolab­le. No puede haber desgarro más grande para una madre, para ese cordón roto en mil pedazos. No hay consuelo ni palabras, pésames ni llantos que aminoren la herida permanente. No hay nada que justifique la vesania. Nada más abyecto que un padre rompa el ciclo y la lógica de la vida. Nada.

Todos hemos estado muy pendientes de estas dos pequeñas. Solo por un instante nos hemos podido situar en la mente de esa madre. Un instante, porque la crueldad de esa cárcel que es el sentimient­o roto bajo el silencio sepulcral y frío de una mar inhóspita que devuelve vidas y sueños amortajado­s es tan terrible que no podemos soportarlo, ni siquiera imaginarlo.

Cuánto dolor, cuánta maldad, cuánta inocencia desgarrada y arrebatada. Qué barbarie inexplicab­le.

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