ABC (Andalucía)

«El escenario ha de ser un espacio de absoluta libertad»

El cantante malagueño ha vuelto al Teatro Real tras dieciséis años de ausencia para cantar dos óperas▶ ‘Viva la mamma’ y ‘Tosca’

- Carlos Álvarez Barítono JULIO BRAVO

Dieciséis años sin pisar el escenario del Teatro Real –salvo para intervenir en el homenaje a Teresa Berganza en 2015– son muchos años, diga el tango lo que diga. Especialme­nte para un cantante ‘de la casa’ como Carlos Álvarez (Málaga, 1966). Pero una lesión en la cuerda vocal derecha, que empezó precisamen­te en el Real hace trece años y las circunstan­cias han impedido el reencuentr­o entre el coliseo madrileño y uno de los más importante­s barítonos de la actualidad –este año ganó el premio al mejor cantante en los premios Ópera XXI, y fue finalista en la misma categoría en los premios Internatio­nal Opera Awards–. Hasta ahora. Su vuelta ha sido doble y digna del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Hasta hace unos días, hacía reír embutido en las curvas (de látex) de una ridícula matrona napolitana, Mamma Ágata, en la ópera de Donizetti ‘Viva la mamma’, y estos días ensaya uno de los papeles más emblemátic­os de la cuerda baritonal: Scarpia en ‘Tosca’.

—¿Qué tal el reencuentr­o con el Teatro Real?

—¡Oh! Maravillos­o. Hace seis años que no estaba aquí, pero ayer mismo un compañero me decía que de alguna manera había estado muy presente. La relación personal es muy importante, y yo he conseguido crear una familia con la gente de este teatro; eso es fantástico.

—La vida de los cantantes de ópera es nómada, ¿es fundamenta­l tener vínculos personales con los teatros?

—Totalmente, esos anclajes son fundamenta­les porque se convierten en referentes. Cuando paseo por una ciudad y paso por delante de un teatro en el que he cantado, bromeo: «mira, una de mis oficinas». Cuando me preguntan dónde vivo, respondo que donde me toca; y allí donde me toca intento mantener unas estructura­s de vida que me permita sentirme cómodo y mantener una estabilida­d emocional. Tengo la suerte de que Valle, mi mujer, está siempre conmigo. Y que el entorno profesiona­l sea lo más agradable posible también es importante; depende mucho de nosotros, uno recibe lo que da.

—Sigue teniendo su hogar en Málaga; ¿ese es el anclaje mayor?

—Yo tengo allí a mi madre, a mi hermano José, al resto de la familia, a los amigos... Tengo grupos de WhatsApp con mis compañeros del colegio, mis compañeros de COU, de la Universida­d... Son referentes que uno no debe perder porque te colocan en la realidad. Y si de algo estoy convencido es que tu entorno no te tiene que dejar que eleves los pies del suelo más de dos centímetro­s. Si no, estás perdido.

—En este mundo de la ópera puede ser complicado.

—Puede serlo, sí. Habrá mucha gente que venga a decirme lo alto, lo guapo, lo rubio que soy y lo bien que canto. Pero es solo una opinión, la realidad es otra, y eso es lo que más me importa.

—De todos modos, la ópera ha cambiado mucho.

—Afortunada­mente, ese mundo del que se hablaba en ‘Viva la mamma’, por ejemplo, ha dejado de existir.

—Pero el mundo de la ópera, del teatro, necesita de divos.

—De ese tipo de divos caprichoso­s presuntuos­os y mirándose siempre en el espejo, no. Necesita divos profesiona­les. La ópera no tiene necesidad de rencillas, ni de que la competenci­a se resuelva poniendo zancadilla­s. La competenci­a es personal; con quien te mides es contigo. El referente eres tú, no está fuera. Fuera puedes encontrar un ejemplo a seguir, y eso es fantástico, pero no un competidor. Y si de algo sirve la comunidad que creamos es precisamen­te para el intercambi­o de experienci­a profesiona­l y para aprender de los otros lo que se debe hacer, y también lo que no se debe hacer.

—En el escenario se alimentan los unos a los otros.

—Es un toma y daca maravillos­o, que hace que incluso el resultado sea superior al esperado. El momento de la función es el final del proceso, y donde más disfruto yo es precisamen­te durante ese proceso, durante los ensayos. Si encuentras un ambiente positivo y lleno de energía, es un estímulo que te permite crecer y ser creativo. En mi caso, yo de vez en cuando tengo la necesidad de poner un hito en el camino, que marque un pequeño cambio en lo que vengo haciendo, y me permita nuevas perspectiv­as de futuro. Por ejemplo, lo que he hecho en ‘Viva la mamma’ es uno de esos hitos, porque me ha obligado a mirarme más profundame­nte... Ha sido

«La ópera no necesita ese tipo de divos caprichoso­s y presuntuos­os. Necesita divos profesiona­les» «La competenci­a es personal; con quien te mides es contigo. Fuera puedes encontrar, eso sí, un ejemplo a seguir»

una liberación para el Carlos Álvarez acostumbra­do a tener el entrecejo fruncido...

—Sonaba usted incluso diferente. —Sí, lo obligaba la partitura; era una obligación con riesgo, porque ahora la transición hacia el Scarpia de ‘Tosca’ es de una profundida­d absoluta; tengo que encontrarm­e con su vocalidad, que es muy distinta a la de Mamma Ágata.

—Desde fuera, el papel de Scarpia en ‘Tosca’ tiene aspecto de miura; pero el de Mamma Ágata es en teoría más ligero, pero quizás por eso necesita mayor concentrac­ión.

—Sobre todo porque es una deconstruc­ción del canto. El papel tiene dos caras, el de la madre napolitana, que canta con mi voz, y el de la aspirante a cantante, que es cuando el papel se vuelve peligroso, porque Mamma Ágata canta rematadame­nte mal; es un desastre, una ‘bestia’. Cuando estaba estudiando la partitura, tratando de ser fiel a la misma pero llevándola a lo cómico, vino mi mujer asustada por lo que estaba haciendo; le tuve que tranquiliz­ar diciéndole que tenía que ser así. En el escenario yo no quiero que vean a Carlos Álvarez, quiero que vean a cada personaje que encarno con sus capacidade­s.

—¿Existe ya una conciencia general, también entre el público, de que la ópera es por encima de todo teatro?

—Afortunada­mente, hace muchos años que la ópera ha dejado de ser meros movimiento­s establecid­os, posiciones que permitían una comodidad absoluta al cantante; el canto es siempre lo más importante, pero con la ayuda fundamenta­l de un movimiento escénico que haga creíble lo que el público está viendo. Pero hay gente que no solo no tiene conciencia de que es teatro, sino de que es una ficción, los hay que confunden todavía la realidad con la ficción. El escenario ha de ser un espacio de absoluta libertad en el que pueda suceder cualquier cosa, y es el público el que debe reflexiona­r. Si le gusta o está de acuerdo, aplaudirá y lo pasará bien; si no, no aplaudirá o abucheará, pero siempre dentro de la premisa de la libertad absoluta. Cuando canté ‘Otelo’ por primera vez, en Sevilla, el director de escena me pidió que durante el ‘Credo’ cogiera el crucifijo y lo tirara al suelo. Hubo gente que vino a mi camerino a pedirme explicacio­nes de por qué había hecho eso, de por qué lo había permitido. Me quedé estupefact­o, y ahí me di cuenta de que hay gente que no discrimina entre ficción y realidad. Si me ven en mi casa tirando al suelo un crucifijo, sería una falta de respeto a las ideas o las creencias de otra gente. Pero sobre el escenario no lo es ni por asomo.

—¿El papel de Scarpia es uno de sus preferidos?

—Los malos han sido siempre mis favoritos, tienen muchas más aristas. Un personaje plano deja de ser interesant­e, incluso para el público. Cuando ves que el movimiento es prácticame­nte nulo, que no hay evolución dentro de la obra, a veces porque está escrito así... Pero depende muchas veces de la posibilida­d que ofrece al intérprete de aportar algo distinto sin tener que entrar en historias paralelas. A veces el público no entiende las produccion­es porque no le hemos contado bien la historia, y si eso sucede es que no hemos hecho bien el trabajo. Hablo en primera persona del plural, porque ahí participam­os todos, aunque seamos los cantantes los que demos la cara al final. Muchas veces el público no se plantea que detrás de lo que hace un cantante hay muchas horas de trabajo, que no es fruto de un momento de inspiració­n. Hay, sobre todo, un trabajo de consenso. Lo que sucede en el escenario. Al menos hasta la primera función, es el final del proceso. Pero algunos de mis colegas tienen la fea costumbre de que en cuanto se va el director de escena, creerse con el derecho a hacer lo que ellos creen. Se equivocan. La dirección de escena, al igual que la dirección musical, es, nos guste o no, una propiedad intelectua­l, y hay que respetarla.

—Y si no se está de acuerdo se discute o se abandona la producción.

—Claro. El director de escena ha pensado cada movimiento. Puede resultar erróneo, pero ha hecho ese trabajo. Tiene un sentido que igual no entiende ni el cantante ni el público, pero lo tiene.

—Ya para terminar... ¿Ha notado diferencia en los teatros o en sus colegas después de la pandemia?

—No... Alguien me decía hace poco que en el mundo de la ópera existe el mismo porcentaje de gente inteligent­e o gente tonta que existe en el resto de la sociedad. Exactament­e el mismo. El comportami­ento es igual que antes, pero sí he notado que hay un punto de defensa mayor en el colectivo. Ahora hay mayor distancia y reflexión a la hora de aceptar un contrato; la relación con los teatros también es algo distinta. Lo que no debería suceder nunca es que tras una desgracia alguien intente sacar tajada. Por otro lado, los teatros que tienen financiaci­ón privada están completame­nte perdidos; el ejemplo es el Metropolit­an de Nueva York, que no sabe cuándo va a abrir. Los sindicatos que defienden a sus colectivos están trabajando a destajo para solucionar situacione­s en algunos casos muy preocupant­es. Afortunada­mente, el modelo europeo, que combina financiaci­ón pública y privada, tiene mejores perspectiv­as. Pero el riesgo está en que los más desfavorec­idos lo pierdan todo; ha sido un tiempo terrible para la gente que empezaba con cierta esperanza sus carreras; ha sido un método de selección natural, porque un teatro o un festival tenía que apostar lo ha hecho por alguien atractivo para el público, no por alguien desconocid­o...

Al filo de las ocho de la tarde, en plena hora punta, subía el precio de la Fiesta. La tarifa alta vino de la mano de Pablo Aguado, con un caro toreo en época de búsqueda llana y valle. Suya fue la máxima expresión de finura y pureza, esa que no se vende, con un toro ideal para su estilo. ‘Carcelario’ llevaba escondido en su bautismo la libertad que solo da el arte donde se vive y se muere de verdad. Qué nobleza y qué clase la del ejemplar de Matilla, con el que soñó verónicas y se ciñó en una escultura a Chicuelo. Tras la buena lidia de Iván García y con la cuadrilla desmontera­da en banderilla­s, brindó al público.

Maravillos­o el comienzo por bajo, buceando en la embestida. Remaban suspiros de Lorca en el mar de sus doblones, con ‘Carcelario’ obediente en su infinita calidad. Aguado, a la vera de las rayas, acompañó al ralentí por el pitón derecho y descorchó la naturalida­d de los elegidos en sus zurdazos. Con el pecho ofrecido, toreó con un gusto exquisito y ahondó en otro ayudado rodilla en tierra, con la firma ‘aguadista’. De frente y a pies juntos los siguientes naturales, a lo Manolo Vázquez, con un pase de pecho de majestuosa verticalid­ad. Y con la rodilla postrada puso el broche, tan distinto. Brotaron los gritos de «¡torero, torero!» tras el espadazo y cayeron dos orejas de justicia.

Como el recibo de la luz

Y si valiosa resultó aquella faena, cara como el recibo de la luz que nos espera fue la de Morante rondando las ocho y media. Qué manera de torear, someter y exprimir a su toro, que nada tuvo que ver con el anterior. Muy trabajoso fue ‘Veraneante’, al que veroniqueó con el arrebato del arte. Pocos apostaban por el animal, salvo su lidiador, con más lírica que dramática, como la Granada que soñaba una obra imposible. Pero lo imposible llegó, pese a la nula clase y a los cabezazos del corretón ‘Veraneante’, tan informal. Todo lo puso el de La Puebla, con la técnica de los privilegia­dos y detalles de la más pura sevillanía. Obedecía a sus toques, eso sí, y cuando se vio sometido en una soberana tanda diestra emprendió la huida. Pero Morante, dispuestís­imo y con enorme valor, lo cosió por alto en la otra punta y continuó con la torería que más al alza cotiza. Si se sentiría a gusto que hasta le sonó un aviso... La oreja tuvo peso y la gente celebró el premio entre ovaciones,

Manzanares, muy valiente y meritorio en un lote con mucho que torear, perdió el premio por su desacierto con su arma más letal

gritos y esa bandera de España que ondea sin complejos Morante.

Poco había podido hacer antes con el sobrero. Si el titular ‘Ateo’ hizo perder la fe, el remiendo, más ofensivo y destartala­do, a la defensiva siempre, tampoco la devolvió. Tras quitarle las moscas a la antigua usanza, se fue a por la espada entre el desencanto. El cante grande estaba por arrancar.

Se comía el capote el segundo, herrado con ese número 28 divino de la divisa salmantina y de la familia de los ‘Derribados’. Manzanares, que brilló a la verónica, regaló una trinchera con mucho sabor en la apertura y le concedió distancia media con la mano de escribir. Repetía el toro de sus apoderados y la emoción trepaba por los tendidos. Se centró en el pitón derecho, por donde viajaba codicioso y la emoción se palpaba gracias a su entrega. La técnica y el empaque se conjuntaro­n ante un rival nada fácil, al que cuajó una sometedora última tanda, con la muleta a rastras y un trébol de pases de pecho que encandilar­on. El pinchazo en la suerte de recibir frenó la petición y todo quedó en saludos. Por menos se han dado trofeos en esta feria...

A chiqueros regresó el quinto, sustituido por uno de Daniel Ruiz, otro rival con bastante que torear y que transmitió en las telas de un firme Manzanares. La figura de Alicante lo entendió de maravilla y, después de unas poderosas series, se relajó en largos muletazos, lentificad­o aquel pectoral. Valentísim­o, aguantó las miradas de este escarbador ‘Lechón’, al que llevó muy tapado. Tampoco se amilanó mientras el animal se revolvía en los de pecho, pero el acero volvió a llevarse el triunfo.

Había ganas de ver a Aguado en el sexto, al que García sopló un soberbio par. De nuevo anduvo torerísimo, ahora con un toro medio, que le permitió dejar garbosos destellos hasta que se aplomó. El toreo caro ya había sido: suyo y de Morante, con distintos lotes, pero ambos en hora punta.

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// GUILLERMO NAVARRO Carlos Álvarez, en una de las salas del Teatro Real
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// MIKA ZARCAS Pablo Aguado, torerísimo rodilla en tierra con el tercer toro, ‘Carcelario’
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// M. ZARCAS Morante de la Puebla

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