«Te quiero»
Nuestra docta ministra quiere futuros tarugos domesticables. Te quiero muy burro, sí. Ya te digo
LA muletilla se deslizó culebrosa y sin prisa pero sin pausa nos acostumbramos a ella. Peor aún: la incorporamos a nuestras rutinas de palique diario. Las primeras veces que, hace mucho, la escuché en los pastelones de celuloide que se prejubilaban rapidito en el videoclub, el estómago se me revolvía. El padre, al teléfono, hablaba con su criatura: «Te quiero Johnny, papá te quiere mucho, ¿lo sabes, no?». El chaval, al otro lado, contestaba: «Yo también te quiero mucho, papá». Mi jeta adquiría el contorno del caballo del Guernica en pleno escorzo. ¿Cómo rayos podían ser tan empalagosos?
La sobredosis de babas amorosas sólo certifica una sociedad desestructurada donde necesitan reafirmar algo tan obvio como el afecto familiar. Me suelta mi padre una mañana, antes de largarme al instituto, un «que tengas un buen día, hijo, pero recuerda que te quiero mucho», y me da un parraque que me manda al hospital en plena crisis de ansiedad. Que yo recuerde, mis padres nunca tuvieron el mal gusto de encalomarme un «te quiero». Ni yo a ellos, claro, me hubiese sentido un perfecto imbécil. Vamos, le enchufo así por las buenas a mi padre un «te quiero» y creo que me hubiese propinado, con toda la razón, una bofetada de las de por si acaso. Conste que en casa siempre nos hemos querido mucho, por eso mismo jamás lo cacareábamos gallináceos. Sin embargo, como las influencias nos permean, ahora se usa mucho esa muletilla, incluso entre amigos. La otra tarde un amigacho me agredió, al finalizar la conversación, con un «te quiero, tío». No lo pude evitar y, por puro reflejo entre defensivo y bellaco, le espeté: «¿Te has vuelto tonto o qué?». Me miró mal y temo que esa amistad se resquebraje. A los retoños les hemos reblandecido con tanto «te quiero» por aquí y «te quiero» por allá, y para rematar la faena les concedemos el aprobado general no sea que se nos traumaticen ante el leve esfuerzo escolar. Nuestra docta ministra quiere futuros tarugos domesticables. Te quiero muy burro, sí. Ya te digo.