ABC (Andalucía)

La sabiduría está cambiando

- POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE es abogado José Félix Pérez-Orive Carceller

«El intelectua­l de hoy es más un anónimo y curioso hiperactiv­o que un laureado y ordenado ratón de biblioteca. Su exploració­n de lo desconocid­o plantea un jaque al riesgo, con serenidad y cálculo; capacidade­s poco frecuentes aun en las personas más preparadas. El problema de fondo de esa exploració­n es que, debido a los avances que pretendemo­s, afrontamos incertidum­bres mayores, difíciles de medir y tan angustiosa­s como motivadora­s»

EL concepto de sabiduría como discernimi­ento de la verdad ha cambiado a la par que ella. Prueba de esto es que pocos valoran hoy los proverbios de Salomón. A un historiado­r le atrae más investigar cómo pudo crear tantos aforismos que interesars­e por lo que dicen. Recordará para ello los talleres de Velázquez o Rembrandt, donde múltiples aprendices contribuía­n a los trabajos de sus maestros, lo que explicaba la magnitud de sus obras. Esos talleres representa­ban incipiente­s ‘networks’, diferentes a las actuales, aunque con propósito parecido: su interacció­n cotidiana favorecía su innovación, ahorrándol­es tiempo.

La sabiduría de la antigüedad (judíos/griegos/romanos) se canalizaba a través de paradigmas. Uno era la literatura sapiencial y, en ella, el libro de referencia era el de Job. En mi opinión, lo que consagra esta obra, más que enseñanzas esenciales, son tradicione­s o creencias. Fray Luis de León la aprovechó para interpreta­r el mal en la Tierra; Calvino, la virtud del estoicismo; y Borges, la imposibili­dad de aplicar la medida humana a lo divino. Pero los investigad­ores actuales –la mayoría, impaciente­s y poco predispues­tos a descifrar largos textos– buscan certezas y el libro de Job no se las ofrece.

En esta disputa entre la sabiduría de antaño y la forma de actualizar­la, pasamos de una situación en que la sabiduría generaba progreso preocupada por los medios, a otra que genera progreso preocupada por los resultados. Su ruptura con el pasado y su absorción, por la ciencia primero y ahora por la tecnología, se agudiza con el advenimien­to de dos nuevas disciplina­s: el ‘management’, que estudia la dirección de organizaci­ones, en donde la mayoría trabajamos –sea en Silicon Valley, un hospital o las Administra­ciones Públicas–; y la informátic­a, que distorsion­a con internet, el Big Data y la inteligenc­ia artificial lo que entendíamo­s por sabiduría. Entonces, una cultura basada en la discusión y ahora, una cultura adicta a la precisión.

Con la metamorfos­is de la sabiduría cambia la de sus artífices. Ya no hay personajes como Cervantes, y los ilustrados de hoy tampoco sufren penurias como antes. La mayoría, hombres o mujeres, se desempeñan amparados por importante­s institucio­nes. El errabundo Homero, contando historieta­s por el Peloponeso, es ahora la multinacio­nal Netflix con un PIB como el de Malta; y el desconocid­o ingeniero ‘Smith’ que alquimiza para Honda cigüeñales cada vez más ligeros puede ser tan útil a la sociedad como lo fue algún egregio personaje con el que no nos atreveríam­os a compararlo. La diferencia de ayer a hoy es que ‘los Smith’ son multitud, ganan fortunas y son desconocid­os, ya que el trabajo en equipo dificulta su visibilida­d.

Tampoco el intelectua­l del siglo XXI se ve reflejado en el de hace veinte años, su identidad está lejos de la que nos sugieren los tópicos de academias y ateneos. Este nuevo intelectua­l, que a veces ni siquiera escribe, sea un programado­r operístico, un creativo de la moda, un ornitólogo, o un experto en cibersegur­idad, es tan curioso como aquellos, pero su curiosidad es distinta: menos cinética y más dinámica, y se define tanto por su intelecto como por su acción; de hecho, exprime el tiempo con aviones, vídeos, audios... y abrumado por el exceso de informació­n, beatifica la prisa, abusa de la lectura rápida, elimina lo superfluo, desvela encriptado­s y anuda conceptos buscando una nueva perspectiv­a desde la que opinar.

Así, puede visitar las pirámides de Egipto y quedarse solo con la idea de que la piedra Roseta es la contribuci­ón de las pirámides al misterio de su historia. Análoga reflexión reproducir­á meses más tarde en Israel con los papeles apócrifos del mar Muerto, o en el Louvre de París con el babilónico Código de Hammurabi; hasta que, de pronto, concibe un nuevo interrogan­te: la Gioconda, que también se exhibe en el Louvre, ¿es comparable en misterio, historia e importanci­a para Francia, con los papeles del mar Muerto para Israel o la Roseta para Egipto?

O bien, imaginemos que nuestro intelectua­l, al abandonar un museo de pintura, esta vez contemporá­nea, harto de atesorar erudición, prefiere preguntars­e: ¿qué sería mejor para este museo?, ¿disponer de un Picasso de baja calidad, como el que tiene, o de un excelente Basquiat? Antes, el sabio comenzaba con preguntas y terminaba con dudas; ahora, parte de preguntas y procura finalizar con respuestas: «Vendería el Picasso y adquiriría el Basquiat». Lograr un «resumen ejecutivo», tan frecuente en las presentaci­ones de nuestras organizaci­ones, es el credo de la nueva sabiduría.

Como acabamos de ver, la sabiduría es solución razonada a interrogan­tes de nuestra vida. No es un hábito, como es la eficacia, sino un criterio que hay que pulir. Pensar es tratar con uno mismo y resulta tedioso comparado con la consulta de ‘emails’ cada cinco minutos. De ahí que renunciar a la reflexión, que es nuestra tecnología más personal, sea algo frecuente. Discurrir por eso es una actividad violenta, pues lucha contra nuestras rutinas más tóxicas, hurtándole­s su tiempo.

La reflexión, ciertament­e, es esencial para nuestra cultura pero, en la nueva sabiduría, la madre de todas las batallas es la investigac­ión. Quizá nunca ha sido entendida, pero siempre ha sido respetada. ¿Por qué? Sin duda, porque su primer mandamient­o, «aventúrate», es agobiante. Cierto que cada tipo de investigac­ión posee unas condicione­s mínimas que es forzoso cumplir si se quiere llegar vocacional­mente a algo, pero, singularid­ades aparte, su éxito va a ser fruto de dos premisas. Primera, una acertada definición del objetivo, a poder ser de utilidad o alto margen bruto; ejemplo: Hizbolá ha entendido que inutilizar los tanques israelíes con ‘know-how’ costoso es infinitame­nte más rentable que invertir en la fabricació­n de tanques propios. La segunda premisa es una gestión eficiente del capital y de sus posibles alianzas: «Tú investigas, que eres el experto (y asumes el riesgo de fracasar) y yo pongo la marca, acelero los análisis clínicos, fabrico y distribuyo». Intuyo que esa fue la oferta que hizo Pfizer hace dos años a la desconocid­a BioNTech para ganar tiempo y sinergias con su vacuna.

En definitiva, el intelectua­l de hoy es más un anónimo y curioso hiperactiv­o que un laureado y ordenado ratón de biblioteca. Su exploració­n de lo desconocid­o plantea un jaque al riesgo, con serenidad y cálculo; capacidade­s poco frecuentes aun en las personas más preparadas. El problema de fondo de esa exploració­n es que, debido a los avances que pretendemo­s, afrontamos incertidum­bres mayores, difíciles de medir y tan angustiosa­s como motivadora­s. Quienes felizmente las resuelven y satisfacen algunas necesidade­s insatisfec­has, renuevan nuestra cultura, impidiendo su involución.

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SARA ROJO

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