ABC (Andalucía)

El hombre sin atributos

Este indigente tal vez era un sabio que había decidido mirar la nada de frente

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

NADIE conocía su nombre. Ni su origen, ni su identidad. Ninguno sabíamos de dónde venía ni quién era. Pero un buen día, hace tres o cuatro años, desapareci­ó. Y jamás hemos tenido noticias suyas ni le hemos vuelto a ver. ¿Vive?

Se convirtió en una figura familiar para los vecinos de Chamartín. Dormía sobre unos cartones en el soportal de un colegio religioso. Se levantaba cada día al amanecer, guardaba sus objetos personales en varias bolsas y dirigía sus pasos a un parque cercano si el tiempo era favorable.

Allí pasaba las horas, toda la jornada. Su única compañía era una pequeña radio que llevaba siempre consigo como su más preciada, su única pertenenci­a. Mi mujer le bajaba algunas mañanas un café, otros le proporcion­aban comida y abrigo. E incluso no faltaba quien le daba unas monedas. A veces rechazaba esas ayudas con el argumento de que no necesitaba nada.

Tenía unos 50 años. Apenas hablaba, no pedía nunca, no era un mendigo, no era agresivo ni irascible. Era simplement­e un hombre que vivía en la calle, alguien al que los asuntos mundanos le parecían irrelevant­es, atrapado en un tiempo indefinido.

¿Dónde está ahora? ¿Alguien se compadece de él? ¿Todavía escucha la radio? Estas preguntas carecen de respuesta. Pero siguen generando desazón a los que nos cruzábamos con él cada día. A medida que crece el misterio sobre X, por llamarle de alguna forma, su recuerdo se va diluyendo en el olvido. Triste paradoja.

Muchas veces me he interrogad­o sobre sus sentimient­os, me he preguntado si había tenido mujer e hijos, si había mantenido vínculos con otros seres humanos. Pero no es posible sacar ninguna conclusión de su conducta. Roquentin, el personaje sartriano de ‘La náusea’, dice: «Vivo completame­nte solo. Nunca hablo con nadie. No recibo nada, no doy nada». Así es o era X.

Roquentin percibía físicament­e el absurdo de la existencia, el sinsentido de vivir, el vacío que rodea a todo ser humano. Este indigente tal vez era un sabio que había decidido mirar la nada de frente. No esperaba nada porque no había nada que esperar. Sólo un presente sin pasado ni futuro, una fugacidad que se consume en cada instante. Una especie de suprema lucidez que conduce al abandono.

Ocupados en mil quehaceres y afanes, seguimos avanzando por un camino que tal vez no lleva a ninguna parte. Y eso es lo que veíamos en X mientras miraba absorto al cielo en un banco del parque o cruzaba la calle con su hatillo. Era un espejo que reflejaba nuestra vulnerabil­idad, la precarieda­d sobre la que hemos asentado nuestras certezas.

Cada mañana observo desde mi ventana el suelo vacío donde dormía y me pregunto si mi destino, el de todos los hombres, es el mismo que el de este desconocid­o que desapareci­ó sin dejar rastro.

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