LAS HUELLAS EN EE.UU. DE UN REY DE ESPAÑA
NUEVA JERSEY SACA A LA LUZ LA CORTE DE JOSÉ BONAPARTE EN EL EXILIO
El Monarca impuesto por Napoleón se rodeó de lujo en la ribera del río Delaware gracias a las joyas que expolió a la Corona española. Un proyecto saca a la luz los restos de su palacio y los preserva para el disfrute público
Cuando un neoyorquino piensa en Nueva Jersey, el primer paisaje que dibuja la mente no es bucólico. Solares industriales, maraña de autopistas y albañales, vías muertas y lagunas contaminadas donde los Soprano tirarían sus muertos. El neoyorquino es injusto porque esa cochambre de hormigón, brea y humo es producto de estar en las inmediaciones de su propia ciudad, la principal de EE.UU. Pero cuando uno apenas comienza a alejarse de Nueva York, en este estado, camino de Filadelfia, el verde lo toma todo. La campiña con zonas residenciales en las que se intercalan praderas cuidadas, granjas antiguas de listones de madera, carreteras comarcales tapadas por bóvedas de vegetación o antiguas vías utilizadas por los revolucionarios de George Washington no está, para muchos, en el imaginario de Nueva Jersey. Mucho menos que un Monarca europeo eligiera esta región para vivir en el exilio, cuando EE.UU. era un país en su infancia, todavía un experimento de la democracia.
Fue un Rey español, impuesto por extranjeros y menos deseado de lo que se mereció: José I Bonaparte (1808-13), hermano favorito de Napoleón. La historia de su establecimiento en EE.UU. tras la debacle de Waterloo en 1815 se podrá conocer a partir de este año en primera persona: una alianza público-privada ha conseguido preservar la propiedad que fue la corte de Bonaparte en Bordentown (Nueva Jersey) y convertirlo en un parque público en el que mostrar el peso histórico y ecológico del lugar.
La hacienda se llama Point Breeze, un promontorio sobre Crosswick Creek, un arroyo que un poco más allá desemboca en el importante río Delaware, que hace frontera con Pensilvania. El parque no está todavía abierto al público –se espera que lo haga en otoño–, pero ABC pudo visitarlo hace unas semanas, en un día de calor aplastante en el que no hubo asomo del ‘breeze’ (brisa) que da nombre al lugar.
Es difícil imaginarse que el hermano de un Emperador, Monarca de Nápoles y Sicilia primero y de España después, acostumbrado a fastos palaciegos, acabara con sus huesos en Nueva Jersey. Pero más difícil es imaginarse el lujo y la riqueza con la que se rodeó Bonaparte en esta orilla por la escasez de restos que quedan hoy.
‘Pepe Botella’ montó una verdadera corte, con una mansión grandiosa que construyó y reconstruyó, con jardines espectaculares y un lago artificial tras embalsar parte del Crosswick. Hoy apenas quedan huellas de todo ello en Point Breeze, víctima de la inclinación estadounidense por reinventarse en cada paso.
Entre los bosques exuberantes en la propiedad, sobrevive un puente atacado por la maleza y las enredaderas, algún pozo, una construcción que pudieron ser las cocinas, varios túneles con los que Bonaparte perforó la tierra –entre otras cosas, para salvar el cuello en caso de necesidad, con la altura suficiente para escapar a caballo y huir en bote al Delaware– o una escalera –descubierta hace poco– que bajaba hasta el lago artificial donde, con el antiguo monarca en vida, flotaban barquillas con forma de cisne para los visitantes. La única construcción que se conserva en plenitud es la ‘casa del jardinero’, a la entrada de la finca, una estructura de piedra clara, con dos pisos y techo de cuatro aguas, que podría acoger el museo cuando abra el parque.
En el lugar donde Bonaparte tuvo su mansión –considerada en su tiempo la segunda mejor vivienda del país, después de la Casa Blanca– queda ahora un césped cuidado, árboles centenarios y la misma vista al Crosswick y, al fondo, el Delaware, que el hermano de Napoleón vería hace doscientos años. Pero con más vegetación –la idea de los gestores es talar árboles poco significativos para recuperar las vistas– y el murmullo de fondo de la autopista 295.
Palacio derribado
Lo que queda en Point Breeze son pequeños restos de una gran historia. Como tantas otras, podría haberse perdido en el camino. Bonaparte regresó a Europa de forma definitiva en 1840 y murió en Florencia en 1844. Point Breeze pasó a sus descendientes, que acabaron por venderlo a millonarios fuera de la familia. Uno de ellos, Hamilton Beckett, poco amigo del estilo francés, tiró abajo el palacio y se construyó otro. Los sucesivos dueños y los incendios borraron casi todo el rastro de Bonaparte. Tras muchos cambios de manos, la propiedad acabó en manos de una congregación católica, Divine Word Missionaries, que levantó un seminario y un retiro. Con cada vez menos religiosos en la congregación, se puso a la venta el año pasado.
«Era un lugar muy deseado por promotores inmobiliarios», asegura a este periódico Linda Mead, presidenta del D&R Greenway, una organización sin ánimo de lucro que busca preservar tierras con valor histórico o ecológico en la región. «Había quien quería instalar edificios de oficinas, residenciales… Hubiera destrozado la
historia del lugar». Las autoridades locales y estatales participaron en la compra –que tuvo que ser bendecida por el Vaticano– y la hacienda de Bonaparte seguirá «para siempre», recalca Mead, en manos públicas.
«Fue un proceso muy complicado, con muchos actores en juego», dice sobre la preservación de la propiedad Peter Tucci, figura clave en el proyecto. Este abogado de la cercana Filadelfia y aficionado a la historia descubrió por casualidad la historia de Bonaparte y Point Breeze en un artículo de una revista local. Esta conexión con los Napoleón se convirtió en una obsesión para Tucci: le convirtió en coleccionista –conserva cartas, vajillas y hasta un mechón de pelo del que fuera Rey de España– y en artífice de que ese legado no desapareciera.
Tucci es un pozo sin fondo en historias sobre José Bonaparte y su conexión con estas tierras. «Él tuvo aquí una vida muy cómoda, rodeado de riquezas. Trató de replicar su ambiente en Francia», explica el coleccionista. «Para ser un exiliado, le fue bastante bien. Mira su hermano», dice con ironía sobre Napoleón. Cuando las ambiciones napoleónicas empezaron a pintar oscuro en Europa, el Emperador y su hermano discutieron la posibilidad de buscar refugio en esta zona. Bordentown está a medio camino entre Nueva York y Filadelfia, los dos grandes centros de poder de la época en EE.UU.. La suerte de los hermanos fue muy diferente: tras el desastre de Waterloo, Napoleón acabó desterrado en la isla de Santa Helena. José vivió a lo grande en el EE.UU. incipiente, entre lujos y amantes, todo costeado con las joyas que expolió a la Corona española.
Para ello, primero tuvo que lograr el permiso del país de acogida. Tras desembarcar en Nueva York, se montó en un coche de caballos para visitar al cuarto presidente de EE.UU., James Madison, en la Casa Blanca. «Madison envió emisarios, interceptó a Bonaparte en Baltimore y le comunicó que rechazaba la visita», dice Tucci sobre un encuentro que hubiera agitado las aguas diplomáticas con las potencias europeas. «Pero le dijo que se podía quedar en EE.UU. si no se inmiscuía en política».
No lo hizo del todo, aunque trató de pasar desapercibido con el nombre ficticio de ‘conde de Survilliers’, en honor al pueblo al Norte de París en el que residió. Point Breeze acabó convertido en un centro de poder. Le visitaron John Quincy Adams –antes de convertirse en el sexto presidente de EE.UU.–, senadores influyentes como Daniel Webster o grandes fortunas como Henry Clay o su buen amigo Stephen Girard –nacido también en Francia–, uno de los hombres más ricos en la historia de EE.UU. Incluso se especula que el guerrillero navarro Francisco Javier Mina le visitó para involucrarle en la causa de la revolución mexicana y colocarle como rey.
Bonaparte se instaló al comienzo en Filadelfia. Poco después, compró Point Breeze, al otro lado del Delaware, a Stephen Sayre, un revolucionario estadounidense que se vio envuelto en una trama para secuestrar a Jorge III en Londres. El nuevo propietario tumbó la mansión de Sayre y levantó un palacete inspirado en el suyo de Mortefontaine. Un fuego lo destruyó en enero de 1820, y Bonaparte erigió uno nuevo, más fastuoso, inspirado en el palacio de Prangrins, a orillas del lago Lemán.
Valiosas colecciones
Su mansión acogió la mayor colección de libros de EE.UU. en la época y, posiblemente, la más valiosa de arte. La sala de billar la presidía la primera versión del ‘Napoleón cruzando los Alpes’, que encargó Carlos IV a Jacques-Louis David como regalo al Emperador y que su hermano se llevó de Madrid tras su abdicación. También colgaban pinturas de Rubens, Rembrandt, Tiziano o Velázquez. Los interiores fueron diseñados por Michel Bouvier, un francés cuyo mobiliario fue el más cotizado en la Filadelfia de la época, y cuya estirpe acabó emparentada con la Casa Blanca: su descendiente, Jacqueline Bouvier, se casó con John Fitzgerald Kennedy.
Fuera de la casa, un mirador al río, estatuas romanas y jardines exóticos. En la mansión nació la Princesa Caroline Murat, hija del sobrino de Bonaparte, Lucien Murat. Murió tras el cambio de siglo, en 1902, y ese mismo año recordó el pasado glorioso, entonces ya desaparecido, de Point Breeze. «Soy una mujer mayor, miro hacia atrás en el pasado y, aunque he visto las mejores propiedades de Europa, no he visto nada en este lado del Atlántico que se pueda comparar con Point Breeze». Ese esplendor apenas se ve ahora, entre bosques y senderos deliciosos que pisaron los carruajes de Bonaparte. El reto para sus gestores es conseguir que se sienta el peso de una historia apasionante poco conocida, conectada con las grandes turbulencias de comienzos del siglo XIX, y que ahora sale a la luz.
Una corte en el exilio
‘PEPE BOTELLA’ MONTÓ UNA VERDADERA CORTE, CON UNA MANSIÓN GRANDIOSA RODEADA DE JARDINES ESPECTACULARES Y UN LAGO ARTIFICIAL
Peter Tucci Coleccionista
«PARA SER UN EXILIADO, LE FUE BASTANTE BIEN»