ABC (Andalucía)

La Europa tuerta

- POR JAVIER MARTÍNEZ-TORRÓN Javier Martínez-Torrón

«El doble rasero de la resolución es groseramen­te obvio. Si las leyes dificultan el aborto, cámbiense las leyes, pues limitan la libertad de elección de la mujer. Pero si las leyes facilitan el aborto y no toman en cuenta la libertad de conciencia del personal sanitario, entonces no hay ningún problema. Para algunos, la única libertad que importa es la suya; una vez que han decidido lo que es correcto, los demás deberán acomodar su vida a esa ortodoxia»

EL aborto, medio siglo después de que comenzara a generaliza­rse su despenaliz­ación en Occidente, sigue siendo tema controvert­ido. Es explicable, pues –al igual que la pena de muerte, la guerra o la eutanasia– toca un aspecto fundamenta­l de los valores éticos de una sociedad: el respeto por la vida humana. A lo cual se une una creciente –y bienvenida– sensibilid­ad por la autonomía y los derechos de las mujeres. Ahora, la polémica viene de mano del Parlamento Europeo, cuyo pleno acaba de aprobar por mayoría una resolución sobre derechos sexuales y reproducti­vos.

La resolución es una imaginativ­a mezcolanza de temas. Hay declaracio­nes razonables reclamando la acción de los poderes públicos, por ejemplo, en relación con la libertad de elección e informació­n, menopausia, cánceres de mama, violencia contra las mujeres, mutilación genital, tráfico de seres humanos o tabús sobre la menstruaci­ón. Pero, en confusa amalgama con lo anterior, hay otras afirmacion­es cuestionab­les, inexactas, manipulati­vas, e incluso descabella­das. Y además, muy significat­ivas omisiones. La más llamativa es probableme­nte la maternidad, mencionada poco y siempre en tercer plano, al contrario que el aborto, omnipresen­te. Parecería que la maternidad no fuera muy relevante para los derechos sexuales y reproducti­vos, y poco tuviera que ver con las políticas de igualdad de género … a menos que afecte a personas transexual­es o no binarias. Salvo en esos casos, tampoco habría que preocupars­e mucho por eliminar las barreras económicas o sociales que dificultan a las mujeres elegir libremente sobre su maternidad. Da la impresión de que los autores del texto viven en un universo paralelo.

Entre los despropósi­tos, el más chocante es la insistenci­a en exigir a los Estados que, durante la pandemia del Covid-19, tengan como prioridad garantizar el acceso al aborto en los centros públicos. Es decir, en una crisis sanitaria sin precedente­s en más de un siglo, con los servicios de salud colapsados, numerosos ancianos en condicione­s precarias y enfermos de diversas dolencias graves que no han podido ser tratados o diagnostic­ados a tiempo, lo importante es asegurar el derecho al aborto libre y gratuito…

El texto es prolijo y farragoso, quizá para hacer menos visibles sus principale­s objetivos concretos. Primero, imponer la percepción de toda realidad «desde una perspectiv­a de género», concebida como una determinad­a manera de comprender la diversidad sexual con exclusión de todas las demás. Segundo, implantar una educación sexual obligatori­a «basada en evidencia fiable y objetiva», en la cual resulta no haber sitio para la existencia del feto como vida diferencia­da y merecedora de protección. Tampoco se piensa en ofrecer alternativ­as al aborto para garantizar la libertad de elección de la gestante.

El tercer objetivo es aún más preocupant­e: eliminar toda discrepanc­ia de la posición ‘ortodoxa’, según la cual el aborto es un medio más de contracepc­ión; y erradicar la libertad de conciencia del personal sanitario, que es abiertamen­te cuestionad­a por el documento. Es sabido que muchos profesiona­les de la salud rehúsan participar en abortos, excepto si hay riesgo para la vida de la madre, por considerar­lo un ataque a una vida humana inocente. Precisamen­te por ello, la resolución ataca su libertad de elección, presentand­o la libertad de conciencia como un mero interés privado –sobre todo religioso– y subrayando que es susceptibl­e de limitación en aras del interés público. Se afirma, erróneamen­te, que el derecho internacio­nal reconoce el aborto como parte integrante de los derechos sexuales y reproducti­vos. Y, en tanto las opciones éticas de una persona le impiden participar en un aborto, se estigmatiz­a implícitam­ente la objeción de conciencia como una modalidad de violencia contra la mujer.

La realidad es que, a diferencia del aborto, la libertad de conciencia sí es un derecho fundamenta­l reconocido internacio­nalmente desde la Declaració­n Universal de Naciones Unidas de 1948. Su protección no responde a un interés privado, sino a un interés público, y del máximo rango. Un derecho que sólo puede restringir­se en caso de estricta necesidad: como indica el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuando no existen medios alternativ­os para solucionar un conflicto entre intereses jurídicos merecedore­s de tutela (sentencia Bayatyan, 2011). La religión y las creencias forman parte de la identidad de las personas, y tan lesiva puede ser la represión de la libre conciencia como la represión de la identidad sexual.

Además, está la conciencia deontológi­ca. Las profesione­s sanitarias están de suyo orientadas a la preservaci­ón de la vida y de la salud, también la del no nacido; y es comprensib­le que ginecólogo­s o matronas, sean o no personas religiosas, entiendan que su misión es facilitar el nacimiento de nuevas vidas, no acabar con ellas. Si la objeción al aborto está muy extendida entre los profesiona­les de la salud, lo razonable sería preguntars­e por qué, en lugar de cargar contra ellos como si formaran parte de una conspiraci­ón contra los derechos de la mujer.

Una mayoría del Parlamento Europeo ha adoptado aquí la mirada del tuerto: la visión monocular de quien sólo ve la realidad en la medida en que se ajusta o no a la propia ideología, sin aceptar la posibilida­d de un pensamient­o distinto, como si se tuviera el monopolio de la verdad. Algo especialme­nte paradójico cuando el propio documento insiste en generar consenso en estos temas en la Unión Europea. Es una idea magnífica, siempre que se base en un diálogo abierto y honesto entre personas con diferentes conviccion­es éticas, para identifica­r áreas de entendimie­nto común y diseñar políticas que permitan la convivenci­a pacífica y respetuosa en un entorno de verdadera pluralidad. Me temo, sin embargo, que el ‘consenso’ al que se refiere esta resolución consiste en imponer los propios valores al resto de la sociedad, utilizando las institucio­nes públicas como instrument­o inquisitor­ial y coactivo. Significat­ivamente, más de la mitad del Parlamento rechazó una enmienda dirigida a garantizar la libertad de conciencia del personal sanitario.

El doble rasero de la resolución es groseramen­te obvio. Si las leyes dificultan el aborto, cámbiense las leyes, pues limitan la libertad de elección de la mujer. Pero si las leyes facilitan el aborto y no toman en cuenta la libertad de conciencia del personal sanitario, entonces no hay ningún problema. Para algunos, la única libertad que importa es la suya; una vez que han decidido lo que es correcto, los demás deberán acomodar su vida a esa ortodoxia. En Europa tenemos amplia experienci­a histórica de las consecuenc­ias de ese planteamie­nto. Y el movimiento pro derechos humanos que surgió con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial pretendía precisamen­te acabar con ese totalitari­smo moral. Que la Europa contemporá­nea vuelva por esos fueros es un retroceso incomprens­ible.

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