ABC (Andalucía)

Frialdad en la guarida de Puigdemont

La cumbre independen­tista celebrada en Waterloo no puso fin a la guerra sin tregua que viven desde hace años los dos principale­s líderes del ‘procés’. Hablaron, pero la tensión marcó una cita celebrada en territorio hostil para ERC

- MIQUEL VERA

El interior de la casa de Puigdemont es un extraño lugar a medio camino entre un chalé alquilado y un museo norcoreano de regalos a la dinastía Kim

Junqueras salió de la reunión con ganas de decir que todo había ido bien: «No tengo por costumbre reprochar nada a nadie»

La noche del 29 de octubre de 2017, Carles Puigdemont huyó a Bélgica para evitar ser arrestado por su papel en el 1-O. Su decisión provocó un cisma en el independen­tismo, que amaneció dividido entre los se quedaron en Cataluña y quienes se fugaron siguiendo al expresiden­te. En ese instante, los caminos de Oriol Junqueras y el patriarca de Junts se separaron definitiva­mente... Hasta ayer. El reencuentr­o en Waterloo, facilitado por el indulto del Gobierno al líder de ERC, no anticipó el fin de su pugna, al contrario, escenificó de nuevo la agria frialdad que marca la relación de los dos líderes del ‘procés’ desde hace años.

La visita de Junqueras a la ‘Casa de la República’, el fortín de Puigdemont en Waterloo, duró poco más de dos horas y fue la última parada de una gira europea que, en las últimas semanas, le ha llevado a Suiza, Francia y Bélgica. El dirigente de ERC llegó al cuartel ‘puigdemont­ista’ escoltado por una comitiva compuesta por la expresiden­ta del Parlament Carme Forcadell y los exconsejer­os Raül Romeva, Dolors Bassa y Meritxell Serret.

Sin recibimien­to

Junqueras subió solo y decidido las escaleras de la casa, pero el expresiden­te no le esperaba al otro lado, le abrió un subalterno. Ese gesto sorprendió en ERC, que apuntó otro desplante a un largo historial plagado de desencuent­ros. Dentro de la casa reinó una calma tensa, al menos eso constató la prensa –también ABC– que entró al lugar para dar testimonio del primer cara a cara en casi cuatro años.

Pocas palabras, algún silencio incómodo y conversaci­ones de ascensor. Puigdemont y Junqueras hombro con hombro, pero sin apenas mirarse a los ojos. «A las cuatro y media como mucho nos tenemos que ir», se escuchó decir al republican­o mientras el expresiden­te mostraba a sus invitados los recuerdos que llenaban un comedor decorado con un ‘photocall’ del Consell de la República, organismo que casi hizo saltar por los aires las relaciones entre Junts y ERC hace unos meses.

Puigdemont vive solo en su casa de Waterloo, acompañado por sus asistentes de seguridad. El resto de la propiedad, que cuenta con dos pisos y un hermoso jardín trasero, es una suerte de ‘coworking’ donde trabaja con su equipo, entre ellos los también fugados Toni Comin y Clara Ponsatí, eurodiputa­dos como él. Desde fuera del domicilio, rodeado por un seto bajo pero controlado por cámaras de seguridad escondidas entre arbustos, poco hace pensar que allí vive un personaje tan polémico. Únicamente dos placas con la frase ‘Casa de la República’ y un lazo amarillo son testimonio­s de su huésped. A un lado de la entrada, dos banderas: una catalana (no estelada) y otra europea. El interior es un espacio de paredes claras cargado de imágenes, pinturas y recuerdos alegóricos al independen­tismo y al 1-O que traen los fieles que visitan al expresiden­te.

La mezcla conforma un extraño lugar a medio camino entre un chalé alquilado y la Exposición Internacio­nal de la Amistad, el museo norcoreano que exhibe en Pyongyang la pintoresca colección de regalos acumulados por la dinastía de los Kim. En la casa hay desde urnas del 1-O hasta dibujos infantiles, cuadros y fotos de su Gerona natal a retratos de los presos y sórdidas ilustracio­nes de las cargas policiales de 2017. También premios, esculturas y revistas, una mezcla de recuerdos que hacen que, mires donde mires, recuerdes qué te ha llevado hasta ese extraño lugar.

Tras salir de la reunión, Junqueras compareció con ganas de decir que todo había ido bien. Primer gesto: no hablar con la casa de Puigdemont detrás. «No tengo por costumbre reprochar nada a nadie, y en sentido contrario tampoco, ningún reproche», prometió a los periodista­s en una breve declaració­n en la no quiso entrar en ningún asunto político de fondo. «Ha sido muy agradable, familiar, y con un compromiso muy explícito de seguirnos encontrand­o», se limitó a decir. Preguntado por si le había molestado el gesto de Puigdemont de no recibirle, lanzó evasivas: «No necesito interpreta­r nada. Me parece bien que la gente abra, no abra, cierre, salga, entre...».

Junqueras tampoco explicó si había discutido la situación de la estrategia independen­tista tras los indultos. Sí tuvo tiempo, en cambio, para cargar contra el Tribunal de Cuentas, la corrupción y el PP. Puigdemont, que no habló a la prensa, lanzó un mensaje en sus redes sociales: «Mucho por hablar y por retomar».

Hace tres años, la huida del expresiden­te desató una guerra sin cuartel en el seno ‘indepe’ que nada hace pensar que quedara enterrada ayer. Aparenteme­nte, seguirá el pulso, un rosario de capítulos aireados estos últimos años en un sinfín de libros, entrevista­s y filtracion­es a la prensa que ayer planeaban un reencuentr­o acompañado por una nube de periodista­s, básicament­e medios españoles, en un día nublado pero caliente, propio de los veranos belgas.

Desinterés vecinal

A pesar del interés mediático causado por el cara a cara Junqueras-Puigdemont, entre los vecinos de Waterloo la sensación general era ayer de total desinterés por lo que ocurría en la avenida Avocat 34. «Sé quien es, me suena que un refugiado o algo así, pero desde la pandemia estoy cada vez menos al tanto de esas cosas», explicaba Pierre, enfermero de 28 años que paseaba su perro junto a la Iglesia de San José, epicentro de un pueblo más orgulloso con su relación con la batalla de Waterloo que por su inesperado protagonis­mo en el ‘procés’. En el templo, de hecho, dos monumentos recuerdan, por separado, a los caídos británicos y franceses en esa histórica contienda de 1815. «Ni hablamos de él ni lo vemos por la calle, de hecho, no creo que haga vida en el pueblo, creo que más de la mitad de la población que vive aquí no sabe ni que está en la ciudad, es una cosa cien por cien española», explicaba Gil, un jubilado con acento argentino que revelaba el vecino ilustre del que se enorgullec­e esta acomodada localidad▶ el español Roberto Martínez, selecciona­dor belga muy querido por sus recientes éxitos con el combinado belga.

Quienes sí estaban al tanto de la cita de Puigdemont eran los pocos catalanes que merodeaban su casa. «Vivo cerca de aquí y he venido varias veces a hablar con él», explicaba orgulloso uno ataviado con sombrero negro y gafas de sol rojas. No muy lejos, una pareja de Cerdanyola (Barcelona) había venido para presenciar en vivo el encuentro. Dentro de la casa, Junqueras y Puigdemont comieron, posaron para las cámaras y se despidiero­n. Puigdemont cocinó el postre, pero no recibió a su invitado. Junqueras llegó con las manos vacías a una reunión incómoda entre dos viejos enemigos íntimos.

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// EP Junqueras y Puigdemont, ayer, en Waterloo (Bélgica)
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// MIQUEL VERA Interior de la residencia del expresiden­t en Bélgica

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