Como siempre
El asesinato de Banana Man forma parte de la extrema violencia que domina la historia de Haití
Desde que el primero de enero de 1804, unos esclavos en rebeldía declarasen la independencia de la primera república negra en el mundo, la historia de Haití ha estado siempre marcada por una violencia extrema. En el país más pobre de América Latina –ejemplo perfecto de todo el sufrimiento que puede generar un Estado fallido– la vida no vale nada. Ni tan si quiera la del presidente Jovenel Moïse, acribillado con nocturnidad y alevosía en su residencia de Puerto Príncipe.
La suerte de este antiguo capataz de plantación, más conocido como Banana Man, forma parte de esa siniestra tradición tan haitiana por la que el asesinato es considerado como una herramienta de cambio político. De nada han servido colosales esfuerzos como el del presidente Bill Clinton que llegó a desplegar 20.000 soldados del Pentágono para restaurar en el poder a Jean-Bertrand Aristide, víctima de un golpe militar tras su primera victoria electoral en 1990.
En el caso de Jovenel Moïse, elegido presidente en unos comicios con una participación del 18%, el difunto llevaba gobernando por decreto desde julio de 2018. Y aunque su mandato se había agotado el pasado 7 de febrero, este zombi constitucional seguía empeñado en transformar una democracia imperfecta como la de Haití en una autocracia perfeccionada. Especialmente desde que en 2017 se descubriera su implicación en un escándalo de corrupción relacionado con el programa de ayuda PetroCaribe financiado por Venezuela. Toda una vergüenza para un país también de pobreza extrema como es Haití, donde el hambre tortura a un 35% de la población.
Para aferrarse al poder, además de terminar de eviscerar cualquier resto de independencia y control institucional, Moïse había formado alianzas con grupos armados para aterrorizar a sus opositores. Hasta el punto de que el modus operandi de Banana Man recordaba bastante al de ‘Baby Doc’ Duvalier, el último gran déspota de Haití derrocado en 1986. Al final, se trata del riesgo que implica convertir el poder político en un ejercicio de gansterismo.