ABC (Andalucía)

CAMPANEROS DEL SIGLO XXI: LOS GUARDIANES DE LA LENGUA DE LA IGLESIA

El BOE declaró en abril de 2019 Patrimonio Inmaterial al toque manual de campanas. Los artífices de que suenen luchan contra la mecanizaci­ón de los campanario­s, la pérdida del sentimient­o religioso y los ruidos de la ciudad

- SILVIA NIETO REDRUEJO / DIEGO MORENO BERMEJO

Las campanas repican para despedir a un muerto o espantar las tormentas. «Llevo apreciando su sonido desde pequeño. Me atraen desde que soy un bebé. Me producen placer auditivo y eso me ha llevado a aprender a tocarlas de manera autodidact­a», cuenta Luis Baldó (Madrid, 1997) desde la torre de la iglesia de San Ildefonso, en el barrio de Malasaña. Se contemplan los tejados y se escucha el trisar de las golondrina­s. Con una soltura que se burla del vértigo, el joven se mueve entre las paredes de yeso pintarraje­adas y un suelo hecho polvo. La suciedad de un nido. Es un artesano en su taller. «La primera vez que toqué las campanas tenía siete añitos y fue en un pueblo que se llama Torrecuadr­adilla –recuerda–. Estaba ilusionado y me temblaban las piernas. Mi madre me miraba con una sonrisa». El itinerario de la vocación▶ su pasión infantil se encendió en la adolescenc­ia y se consolidó en su juventud. Hoy, conjugando su oficio con su trabajo en el mundo de la hostelería, lucha por preservar «el toque tradiciona­l de campanas». «Los campaneros ejercemos la labor de conservarl­as».

El BOE publicó un Real Decreto en abril de 2019 para declarar el toque manual de campana Patrimonio Inmaterial. Lo considerab­a un «lenguaje sonoro» que había sido «un medio de comunicaci­ón para la comunidad». Unas expresione­s acertadas. Durante siglos, las campanas organizaba­n los horarios y las faenas. Los toques llamaban a la oración, pero también avisaban del final de la jornada, el inicio de las fiestas o la desaparici­ón de alguien. Descifrar esos sonidos era tan natural como interpreta­r hoy el que notifica un mensaje en el teléfono móvil o la alarma de un colegio.

El orden del día

«Las campanas regían la vida de pueblos y ciudades, cuando los medios de comunicaci­ón no existían y la mayoría de la población era iletrada», explica Manuel Quintana (Palencia,

1970), miembro de una familia de fabricante­s de estos objetos que se remonta a 1637. «Aparte de su misión como instrument­o litúrgico para convocar a los fieles al culto, tenían la función de advertir de un montón de sucesos. Hemos atravesado una época en la que multitud de esos toques se han perdido –lamenta–, aunque desde hace unos años hay un interés evidente por recuperarl­os».

«¿Qué diferencia­s hay entre los antiguos campaneros y nosotros? Toda y ninguna», resume el antropólog­o Francesc Llop i Bayo (Valencia, 1951), campanero en la catedral de Valencia desde hace más de tres décadas. «Eran señores o señoras que tenían un oficio por el que eran remunerado­s de una manera u otra, que recibían una casa o trigo. Se trataba de profesio

nales que no eran consciente­s de que hacían patrimonio. Como ellos decían, era su ‘santa obligación’. Nosotros no cobramos, pero estamos intentando recuperar las raíces», explica.

La pasión por las campanas de Llop i Bayo no proviene de la infancia, pero no por eso ha sido menos intensa. «Empecé tarde, con 17 años. Recuerdo el choque que me produjo ver a personas enfrentánd­ose a grandes campanas e intentando transmitir cosas que yo no entendía». El contexto tampoco era propicio para cultivar su nuevo interés. Como un dios exigente, el progreso reclamaba sus propios sacrificio­s. «En los años 70, se pensaba que lo moderno era abandonar las tradicione­s», lamenta. El desarrolli­smo actuó sobre el patrimonio igual que una hoz sobre el trigo. Muchos campanario­s acabaron por mecanizars­e. «Un motor no puede expresar las emociones de un campanero, porque el campanero expresa las emociones de la comunidad», puntualiza. «El campanero tiene un toque manual, irregular y que no es perfecto. La diferencia entre él y el motor –resume– es que el primero hace variacione­s para no aburrirse».

Ese afán de disfrutar del tiempo a veces puede costar la vida. Uno de los campaneros de la parroquia de Utrera –célebres por voltear las campanas con una cuerda que les hace saltar hasta el yugo, casi una maniobra acrobática– se mató en 2004. «La campana más pequeña de la catedral de Valencia pesa 175 kilos», añade Llop i Bayo. «El trabajo de campanero debe aprenderse, porque es peligroso».

Infinitud de toques

Baldó no tiene miedo y sigue conversand­o mientras acomoda la espalda sobre una de las tres campanas de la torre de San Ildefonso. La más pequeña es de 1807. La mediana es de 1998 –fue refundida a partir de una anterior del siglo XIX– y la más grande, de 1860. Todas son de bronce y llevan grabados –a qué santo que están dedicadas, el nombre del párroco que las mandó fundir, ornamentos– en su superficie. El campanero, que las hace sonar con un cordel anudado a los badajos, ofrece una exhibición de toques▶ suena el de muertos –seco, pausado y grave; triste, en definitiva–; el de fiesta –animado y con vuelo–; el de ‘tentenublo’, para espantar a las tormentas, y el Ángelus. También las voltea; dan ganas de encogerse. De cerca, los decibelios provocan que el cuerpo se eche a temblar.

«Lo apasionant­e de los toques es que descubres que en cada sitio eran diferentes. En el antiguo arzobispad­o de Toledo, el toque de muerto tenía mucha más alegría que el de fiesta», explica Llop i Bayo. «En la catedral de Valencia, hay unos 400 toques manuales el año. Las llamadas a misa son solo quince o veinte. Allí hay siete clases de toques para cada entierro. En Madrid, hay once». Las campanas respetaban el orden social▶ no sonaban igual si el muerto era hombre, mujer o niño, o si era rico o pobre. También observaban el cargo del finado. «Cuando murió Tierno Galván, se escucharon en Madrid», recuerda el antropólog­o.

«Las campanas forman parte de la expresión religiosa. Comúnmente, se dice que son la voz de Dios. Cada una está dedicada a un santo y se supone que espantan al diablo. Si la voz de Dios está presente, el diablo desaparece», explica Baldó. «Antes sonaban a todas horas y todos los días. Hoy en día, están muy calladas. Los toques ya no se utilizan. La gente ya no sabe rezar las Ánimas o el Ángelus». Hay personas a las que le producen disgusto. En la orquesta urbana –claxon, tubos de escape, algarabía y conversaci­ones ajenas–, su sonido se ha vuelto marginal. Incluso proscrito. «Si hay obras en la calle, eso produce un ruido y hay que tolerarlo. Las bocinas también están para evitar los accidentes de tráfico. Las campanas no están para fastidiar, pero aquí nos han gritado desde la calle por tocarlas».

Esa hostilidad no existía en el pasado. Subir las campanas a las torres de las iglesias era una honorable gesta común. «A veces, se montaba un sistema de poleas que los marineros trenzaban. Ocurrió en Galicia, cuando elevaron la Berenguela a la catedral de Santiago de Compostela», comenta Baldó. «Podían participar 30 o 40 personas». No es para menos▶ se trataba de objetos valiosos, caros, que debían durar siglos. Su fabricació­n todavía es un proceso artesanal «en un 80 por ciento», según Quintana. «No creo que nunca se pueda sustituir el factor humano –afirma–.

Cuando se fabrican, se destruye el molde, por lo que no existen dos campanas iguales».

Es cierto▶ cada campana tiene su propia naturaleza. Por sus perfiles, sobre todo se habla de dos tipos▶ el de esquilón, el más frecuente, y la romana, propia de la meseta norte de España. Pero su clasificac­ión total –existe una variedad extraordin­aria– resulta imposible. Se puede intentar distinguir­las por su sonido▶ cada campana es una nota. Más o menos. «Cuando oímos una campana, escuchamos la suma de varias frecuencia­s que están en relación armónica. Cuando apretamos la tecla de un piano, solo hay una», concreta Quintana. «La suma de las frecuencia­s compone una nota musical». Como las personas, las campanas más grandes son más graves; las más pequeñas, más agudas.

«En la catedral de Bucarest, fundieron la campana colgada más grande del mundo. Pesa 25 toneladas. Suena tan grave como los altavoces de un concierto de música electrónic­a», comenta Baldó. En la mayoría de los casos, no están afinadas. Tampoco es común que en los campanario­s suenen acordes. «La afinación es un aspecto muy complejo desde el punto de vista técnico. Las campanas de las iglesias son de fundidores distintos y de épocas diferentes, por lo que es difícil que tengamos conjuntos armónicos», explica Quintana. «Sí se puede retirar material para conseguir que dé la nota, pero solo en las que tienen perfil sobredimen­sionado».

Sonido literario

Lo más probable es que la campana pequeña de San Ildefonso sonara el 2 de mayo de 1808 para animar al levantamie­nto popular en Madrid tras la entrada de las tropas napoleónic­as. Galdós también cuenta que se tocaron durante el motín de Aranjuez. No es la única vez que aparecen en la literatura. A Ana Ozores, la protagonis­ta de ‘La Regenta’ (1855), le provocaban «angustia nerviosa» cuando doblaban «tristement­e el día de los Santos». Juan Varela cuenta en ‘Pepita Jiménez’ (1874) que escucharla­s podía herir el corazón. No hay que olvidar a Quasimodo, que las tocaba en Notre Dame de París. Víctor Hugo describe en su novela que las campanas alertaban de los ataques, la salida en procesión de unas reliquias, una ejecución pública o la llegada del Rey. Pero la apología más hermosa la hizo Chateaubri­and en ‘El genio del cristianis­mo’ (1802)▶ «Es cosa de maravilla ver cómo se ha hallado un medio seguro de producir en un mismo instante, merced a un golpe de martillo, un mismo sentimient­o en mil corazones diferentes, obligando a los vientos y las nubes a hacerse intérprete­s de los pensamient­os humanos». Las campanas despiden o espantan con un eco divino.

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// IGNACIO GIL Cada iglesia tiene sus propios toques de campana. El campanero Luis Baldó hace una exhibición en el campanario de San Ildefonso, en Malasaña TOQUES DISTINTOS EN CADA IGLESIA
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