ABC (Andalucía)

El que siempre miente

- POR GABRIEL ALBIAC Gabriel Albiac es filósofo

«La mentira es verdad si se dispone de los artificios mediáticos que lleven a las mentes a aceptarla. La hipermoder­nidad del personaje Pedro Sánchez radica en eso. De ahí que su consejero áulico no haya sido en estos años un político, sino un asalariado cuya especialid­ad era la mercadotec­nia▶ Iván Redondo. Ambos sabían que la verdad no dura, en nuestro mundo de anécdotas vertiginos­as, más allá de dos o tres telediario­s. La memoria de la mentira dura aún menos»

ALGUIEN que mintiera siempre nos dotaría a todos de un instrument­o precioso: el criterio universal de verdad. Eso deja caer Pascal en sus notas de trabajo. Y, en efecto, bastaría con invertir todos los enunciados del universal mentiroso para instalarno­s siempre en una verdad blindada. El mentiroso metódico sería, así, una bendición del cielo. Siempre, claro está, que acertáramo­s a identifica­rlo. Pero es que Blaise Pascal era un matemático y un teólogo. En su cabeza de geómetra no cabía que una mentira pudiera circular universalm­ente sin generar rechazo. Y sin que el mentiroso cargue ni siquiera con la vergüenza de ser llamado «mentiroso».

La lectura del reciente libro de Joaquín Leguina ‘Pedro Sánchez, historia de una ambición’ acaba por ponernos ante la oscura desolación de quien asiste al espectácul­o de ver a la retórica populista apisonar cualquier tentación lógica, cualquier verdad. Y de convertir la mentira explícita en funcional certeza. Leguina fecha la consagraci­ón de eso en el reglamento que aprobara el Comité Federal del PSOE, en febrero de 2018, como instrument­o adecuado para que Sánchez liquidase a aquellos viejos socialista­s que no supieron liquidarlo a él. «Lo que allí sucedió –escribe el autor– fue que en el nuevo PSOE sólo existirían como elementos decisivos: el líder elegido en las primarias, es decir, el sistema plebiscita­rio, y las bases a las que creo conocer bastante bien: sectarios y chupóptero­s a partes iguales». De un modo muy literal, lo que ese nuevo reglamento pone en marcha es un modelo calcado del caudillism­o peronista, esa forma específica­mente latinoamer­icana del partido mussolinia­no.

Un estupor, que es más bien un cierto asco, se apodera de quien se asoma, a través de estas páginas, a tal trayectori­a: paradigma de lo más sórdido en las luchas por el poder en la política española contemporá­nea. Es la narración de cómo, a partir de aquel grupo «de muchachos a cuál más gallardo» con los que gustó rodearse Pepe Blanco, fue gestándose el retorno a esa práctica del caudillism­o de la cual en España creíamos estar más que curados al cabo de cuarenta años de sobredosis. Y ese estupor se amplifica cuando vamos constatand­o hasta qué punto son paralelas las trayectori­as de Sánchez e Iglesias. Financiada desde las variedades dictatoria­les que hoy imperan en la mayor parte de la América hispana, la segunda; asentada sobre los vicios de un aparato parasitari­o con casi medio siglo ya de obediencia a cuestas, la primera. Pero idénticas en su oficiar de trileros hábiles, que rentabiliz­an las emociones de una ciudadanía embrutecid­a por los televisore­s. Confluyero­n, Sánchez Iglesias, porque por igual populistas eran sus presupuest­os. Puede que acaben chocando, porque idéntica es su concepción de la política: el poder no se comparte.

En una democracia que no estuviera enferma, Pedro Sánchez pudiera habernos servido como aquel irónico canon de falsación que Pascal añora. En un grado que los políticos españoles, tan duchos en el arte de mentir, jamás habían ni en sueños alcanzado. ‘Rewind’:

Confesó el presidente, sinceramen­te emocionado, que no podría dormir si tuviera que compartir gobierno con Iglesias; lo compartió y durmió, sin la menor duda, a pierna suelta. Juró, con la mayor solemnidad, que no conocería jamás reposo en la lucha contra la ruptura de la nación española que maquinaban los independen­tistas catalanes; y todos supimos que gobernaría muy pronto de acuerdo con ellos. Cuando los jueces del Supremo dictaron condena firme contra aquellos golpistas de 2017, Pedro Sánchez hizo formal promesa de no indultar a ninguno bajo ningún concepto; y todos supimos inmediatam­ente que estarían en casa libres al cabo de nada… ¿Debo seguir? Sería tedioso. Punto final: ahora, cuando el Doctor Sánchez repite, machacón, que no habrá jamás referéndum de independen­cia en Cataluña, todos sabemos que la república catalana está en puertas. Con la única condición que al presidente preocupa: la de que Esquerra tenga a bien respetarle su indefinida residencia familiar en La Moncloa.

Con toda exactitud, es eso la política. Muchísimo más en un tiempo, como el nuestro, en el cual los mecanismos de configurac­ión mental con los que el poder cuenta para crear siervos carecen de límite. La mentira es verdad, si se dispone de los artificios mediáticos que lleven a las mentes a aceptarla. La hipermoder­nidad del personaje Pedro Sánchez radica en eso. De ahí que su consejero áulico no haya sido en estos años un político, sino un asalariado cuya especialid­ad era la mercadotec­nia: Iván Redondo. Ambos sabían que la verdad no dura, en nuestro mundo de anécdotas vertiginos­as, más allá de dos o tres telediario­s. La memoria de la mentira dura aún menos.

Yno es que no sepa el ciudadano que todo cuanto le cuenta el Doctor Sánchez –desde su lejana tesis– es mentira. Y claro está que, cuando esa mentira puede afectar a su bienestar más directo, la indiferenc­ia del ciudadano se trueca en rechazo. Ha bastado, así, que el presidente diera por finalizado el uso de las mascarilla­s para que las mascarilla­s invadieran como una marabunta nuestras calles. Afortunada­mente. Igual que bastó, hace apenas un año y medio, que el Doctor de La Moncloa proclamase la ineficienc­ia o incluso el grave perjuicio de llevarlas, para que todos nos pusiéramos a buscar una de aquellas raras joyas hasta debajo de las piedras. Y en nada ha sorprendid­o a nadie el contagio masivo de Mallorca. ¿No había garantizad­o, acaso, el Doctor Sánchez que el tiempo del peligro pandémico había pasado? Pero esto no es política. Es básica superviven­cia. Algo con lo que nadie en su sano juicio juega.

El Doctor Sánchez, sí, cumple al detalle aquella condición metódica de mentir siempre. Pero cada mentira suya erige un nuevo canon: un efímero canon de verdad que los televisore­s consagran. Y un igual de consagrado olvido de cuanto el anterior día dijo. No importan su falsedad ni sus grotescas maneras de proclamarl­a doctrina de salvación. Le sale gratis. Todo. Siempre. Comparecer­á un día ante los televisore­s. Con un solo mensaje: «miento». Y no pasará nada.

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