Id con Dios
¿Por qué asistimos a esta cruzada laica contra los católicos, ese estigma donde lo moderno es rechazar lo que somos?
PERY
Sentado en un banco de piedra en la iglesia parroquial de Noalla aguardo a que Teresa salga de escuchar misa. Son las nueve de la mañana, la bruma no acaba de levantar, chispea y tengo frío. Un relente que es bendición lejos de los calores mesetarios. Del interior llega el aleluya entonado por la veintena de feligreses, mujeres la mayoría, y entiendes el recogimiento, el alivio, la cercanía a su Dios, la fe hecha hábito. Es hermoso. Tanto como para que desde mi descreimiento envidie fuera lo que ocurre dentro. Que en poco más de media hora, Teresa salga con la cara iluminada, las preocupaciones por los hijos apaciguadas, las peticiones al Altísimo realizadas y ese rato que es solo suyo en el que encuentra paz y descanso.
Me gusta esperarla, el paseo hasta la parroquia, escuchar las campanas, el «buenos días» de los parroquianos dirigido al extraño, las nietas con las abuelas, el viudo de paso corto y rodillas maltrechas, la estanquera que «en un minuto regreso y abro».
No sé si toda esa gente hará de hoy un día mejor. Ni siquiera si entre tanto rezo han logrado arrumbar los malos pensamientos. Los míos de ateo van para quienes frente a lo que somos amurallan rencor, desprecio y señalamiento. No creo, me alivia y envidio que crean otros y denosto a quienes ven amenaza en lo que no comprenden y temen a quienes rezan por la salvación propia y ajena. ¿Hay algo más generoso? No creo. Entonces, ¿por qué asistimos a esta cruzada laica contra los católicos, ese estigma donde lo moderno es rechazar lo que somos y obligar ahora a dejar de serlo?
Mis hijos han sido educados en creencias que no tengo porque en realidad les he transmitido, intentado al menos, aquello que me enseñaron y que se resume en los diez mandamientos. Cuando veo al perroflautismo patrio cacarear su absurdo resentimiento, anclados en un pasado que no padecieron pero que ahora explotan con coartadas de trileros, pienso si sin estos feligreses, de Noalla o de cualquier otro rincón, seríamos peores. Creo que sí.