Citius, altius, fortius
El deporte iguala a todos y saca lo mejor de cada uno
AUNQUE han pasado 57 años, recuerdo vivamente la imagen de Abebe Bikila corriendo por las calles de Tokio y entrando en el estadio olímpico para ganar la medalla de oro en la maratón. El corredor etíope había sido operado de apendicitis pocas semanas antes. Fue una increíble exhibición de resistencia porque cruzó la meta como si se hubiera dado un paseo. El británico Basil Heatley llegó cuatro minutos después.
Desde aquellos Juegos de Japón en 1964, he seguido todas las competiciones olímpicas. Conservo en la memoria las siete medallas de oro en natación de Mark Spitz en Múnich, la exhibición en gimnasia de Nadia Comaneci en Montreal, los récords de Carl Lewis en Los Ángeles y otras gestas que parecían desafiar todos los límites.
Pero la imagen más memorable es una que nunca apareció en los medios▶ la del corredor mongol Pyambuu Tuul, que entró en Barcelona dos horas después del vencedor de la maratón. El estadio estaba a oscuras y la meta había sido desmantelada. Otra estampa inolvidable es la del nadador Eric Moussambani, representante de Guinea Ecuatorial, que en los Juegos de Sidney tardó dos minutos en la prueba de los cien metros libres. Tenía mérito porque acababa de aprender a nadar ese año.
La grandeza del deporte olímpico es que, además de competir contra los rivales, cada atleta pugna contra sí mismo. Por correr una décima más rápido, saltar un centímetro más o lanzar un poco más lejos. Hay en esa voluntad de superación, en ese afán por romper los límites, algo profundamente humano.
Los dioses no necesitan hacer ningún esfuerzo porque habitan en el Olimpo y son inmortales y todopoderosos. Pero los hombres tienen que sobreponerse al cansancio y superar su propias limitaciones, tal y como hizo Filípides, que murió exhausto tras llegar a Atenas para anunciar la victoria sobre los persas. A pesar de que los Juegos son un espectáculo con una dimensión mediática y comercial, queda todavía algo de aquel espíritu olímpico. Los atletas ya no son ‘amateurs’ ni persiguen sólo la satisfacción de ser los mejores, pero la competición sigue siendo esencialmente la misma. Las condiciones son iguales para todos y el triunfo tiene el mismo valor simbólico y moral.
Detrás de cada participante hay una historia de esfuerzo, superación y redención. Y eso es lo que hace grandes a los Juegos. Me imagino la cara de Hitler cuando vio a Jesse Owens ganar en Berlín. Fue una demostración de que los arios no corrían más rápido por serlo que un negro de Alabama.
El deporte iguala a todos y saca lo mejor de cada uno. Ya decía Camus que había aprendido jugando al fútbol más que leyendo libros de filosofía. A nuestra edad, sólo nos queda disfrutar de estas dos semanas de competición. ‘Citius, altius, fortius’. Siempre más lejos. Un lema que vale tanto para competir como para vivir.