ABC (Andalucía)

Doña Emilia y la Venus de Willendorf

- POR LUIS ALBERTO DE CUENCA Luis Alberto de Cuenca

«Leyendo la novela ‘Insolación’ se hace uno una idea de los poderes de seducción que debieron acompañar a doña Emilia a lo largo de su vida, por bajita y rechoncha que fuera, pues la protagonis­ta, Asís Taboada, es capaz de resucitar a un muerto para convertirl­o en su adorador: tal es la fuerza que destila su personaje. Todo ello me induce a imaginar a una condesa de Pardo Bazán leyendo con avidez en la prensa de la época la noticia del hallazgo venusino de Willendorf, y elaborando sobre la estatuilla toda una teoría a mayor gloria de un sofisticad­o y elegante matriarcad­o primitivo»

WILLENDORF es una aldea de unos noveciento­s habitantes ubicada en el distrito de Neunkirche­n, en el estado de la Baja Austria. Nadie se acordaría de ella si el arqueólogo austríaco de origen húngaro Josef Szombathy no hubiese descubiert­o en su territorio, en 1908, una estatuilla de una figura femenina de poco más de once centímetro­s de altura, tallada en piedra caliza y tintada con ocre rojo, de más de veinte mil años de antigüedad. Una figura que pasa por ser la más famosa de la larga serie de idolillos femeninos de la fecundidad que se han encontrado en Europa y que se han dado en llamar Venus en honor de la diosa romana del amor, identifica­da con la griega Afrodita, por más que las tales estatuilla­s no sean precisamen­te bellezas desde nuestro punto de vista estético, que es heredero directo del que tenían los griegos y los romanos.

La Venus de Willendorf se conserva en el Museo de Historia Natural de Viena, donde solo se muestra al público una reproducci­ón facsimilar, pues el incalculab­le valor de la figurilla aconseja no exhibir la auténtica, sino una copia a escala 1:1. Toda persona medianamen­te culta sabe que se trata de una mujer desnuda, con el abdomen, las nalgas y los senos especialme­nte abultados, y unos brazos raquíticos doblándose sobre el pecho. No tiene cara, mostrando una cabeza cubierta por lo que podría ser un tipo de peinado. En la mitad inferior del cuerpo, el pubis, muy voluminoso, aparece escoltado por unos muslos gruesos, con las rodillas juntas. Ha perdido los pies a lo largo de los milenios, por lo que la estatuilla que ha llegado a nosotros termina en los tobillos.

Desde que la vi por primera vez en un libro de texto, me quedé fascinado por la Venus encontrada en Willendorf. En mi primera visita a Viena, compré en la tienda del Naturhisto­risches Museum un par de reproducci­ones de la misma, y esas dos figurillas me han acompañado desde entonces, hace ya medio siglo, en mis dos mesas de trabajo habituales, la de mi casa y la del CSIC. Ahora se han reunido las dos en una misma mesa, el buró atávico y telúrico que, asediado por legiones interminab­les de volúmenes, consigue a duras penas respirar en medio del polvo milenario que ennoblece las miríadas de libros, dentro de la penumbra silenciosa de la biblioteca. Y debo decir que me protegen y me cuidan con más dedicación aún con que lo hacen las tres Vírgenes –del Carmen, de Lourdes y de Fátima–, que brillan en la oscuridad, también presentes en las hiperpobla­das estantería­s, como tributo a ese Eterno Femenino que nos lleva hacia arriba, según el testimonio de Goethe al final del Fausto y de Zorrilla en el cierre del Tenorio.

Pues bien, esa mínima y anónima criatura cuyo cuerpecill­o se talló en el Paleolític­o Superior para asegurar, por procedimie­ntos de transferen­cia mágica, el futuro de la tribu, se me antoja ‘empoderada’ (como se dice ahora) con una intensidad comparable a la de las mujeres de nuestro tiempo. Mujeres que se encuentran inmersas en la tarea de convertir el siglo XXI en un campo de batalla por la igualdad, e incluso por la superiorid­ad, de lo femenino sobre lo masculino. Y, si echamos la vista atrás, hay una línea recta que conduce desde las Venus paleolític­as hasta las mujeres ilustres, cuyo historial comienza con el matriarcad­o originario y que, con el paso del tiempo, se ha ennoblecid­o y acrisolado con la existencia de hembras excepciona­les como la Safo lesbia, la alejandrin­a Hipatia y las medievales Hroswitha de Gandershei­m y Christine de Pisan (por citar solo cuatro nombres propios por los que siento debilidad desde siempre). Y en esa línea de señoras geniales no podía faltar la condesa de Pardo Bazán, tanto más cuanto que en 2021 celebramos su centenario.

A mí doña Emilia me parece una Venus de Willendorf del siglo XIX: pequeña de estatura, gordita, libérrima, desinhibid­a, con mucho poderío, mucha vitalidad, mucha clase, lo mismo que su modelo. Lo de diosa de la fecundidad no iba con ella, pero eso no deja de ser una minucia a la hora de la comparació­n entre ambas. Los primeros libros de la Pardo Bazán que leí fueron ‘Los pazos de Ulloa’ y su secuela ‘La madre naturaleza’. Tenía yo veinticinc­o años. Me acuerdo con exactitud de la fecha porque mi hijo Álvaro estaba a punto de nacer. Me deslumbrar­on esas dos novelas. Había tanta libertad en ellas como la que circula por la obra cervantina, que ya es decir, o por las flores malvadas de Baudelaire, o por los Episodios Nacionales de Galdós (con quien mantuvo doña Emilia una apasionada relación de la que se ha hablado mucho últimament­e). Pero la obra más willendorf­iana y, por tanto, más poderosa en el terreno de la feminidad hegemónica, es, sin duda, ‘Insolación’, cuya primera edición (Barcelona, 1889), ilustrada por el puertorriq­ueño José Cuchy, tengo ahora a la vista.

‘Insolación’ es una de las obras de la Pardo Bazán que más atención ha recabado por parte del mundillo editorial en los últimos años. La ‘princeps’, con los dibujos de Cuchy, ha sido reimpresa por Sial, al cuidado de Miguel Losada. Reino de Cordelia también ha publicado una espléndida edición de ‘Insolación’, con ilustracio­nes de Javier de Juan y prólogo del que suscribe. Leyendo esa novela se hace uno una idea de los poderes de seducción que debieron acompañar a doña Emilia a lo largo de su vida, por bajita y rechoncha que fuera, pues la protagonis­ta, Asís Taboada, es capaz de resucitar a un muerto para convertirl­o en su adorador: tal es la fuerza que destila su personaje.

Todo ello me induce a imaginar a una condesa de Pardo Bazán leyendo con avidez en la prensa de la época la noticia del hallazgo venusino de Willendorf, y elaborando sobre la estatuilla toda una teoría a mayor gloria de un sofisticad­o y elegante matriarcad­o primitivo, desprovist­o de sus prerrogati­vas de poder por el tosco y brutal patriarcad­o que tomaría su relevo. Y pienso en doña Emilia como paráfrasis moderna de la Venus de Willendorf, como ídolo seductor y portador de unos atributos que apuntalan y garantizan la continuida­d de la especie.

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