ABC (Andalucía)

Fumadores furtivos

Me aseguró que a los nenes les lavan el tarro con lo del tabaco en la escuela

- RAMÓN PALOMAR

LA cobertura que ampara el telefonill­o móvil en esta playa populosa anda raquítica si yaces en la primera línea. Para conectarte con el mundo, por si acaso desembarca la plaga zombi o la invasión extraterre­stre y te pilla con el bañador y la toalla, lo cual sería imperdonab­le, debes asomar el moco hacia la segunda o tercera fila. Llamas a un par de amigos, te cuentan que el mundo está en peligro, esto te tranquiliz­a y, ya que has pisado calle, aprovechas para brujulear un poco por ahí para desperezar las neuronas y escapar por unos minutos del mar.

Mientras paseaba, alguien me chistó. «Pseee, pseee». Miré a diestra y a siniestra. No vi a nadie. Se repitió la llamada clandestin­a. «Pseee, pseee». Tuve ganas de exclamar lo de «oye, que a mí también me deben…» porque ese tipo de presuntos saludos me inquietan. Por fin emergió hacia la luz desde una esquina bañada por la oscuridad un semblante congestion­ado, fue como esa famosa irrupción del rubicundo y travieso contraband­ista Orson Welles en ‘El tercer hombre’ pero sin tanto nivelete. Coño, era un amigo de la infancia. Hacía siglos que no le veía. Era un buen tipo, quiero decir, pues, que no se ocultaba para vender porros a los adolescent­es. ¿Entonces? Me acerqué. Nos saludamos. Le sudaban las manos. Fumaba nervioso, vigilando, chupando caladas como si no existiese un mañana. Me contó, entre la humareda, su matrimonio, su divorcio y su estancia playera con los dos niños, que le tocaban esa quincena. Sus hijos, que le prohíben fumar. Entran en carrusel de ruido y furia si fuma. Ese hombre talludo fumaba agazapado en el balcón hasta que los críos le pillaron y le montaron un pollo. «¡Vas a morir, papá, vas a morir!» y esas cosas. Ahora escapa cuando puede con cualquier excusa y se fuma tres o cuatro pitillos furtivos seguidos para cargar las baterías y matar el mono. Pensé que ese tipo, de joven, fumaba huyendo de sus padres y ahora se esconde de sus hijos. De alguna manera arrastraba una vida como la de ese preso que se fugó y debe esquivar a la policía, pero en más caspa, claro. Me aseguró que a los nenes les lavan el tarro con lo del tabaco en la escuela, y que se ponen de un militante terrible en el bando antinicoti­na. Confesó que le asaltaban pesadillas porque intuía que defraudaba a sus criaturas. Sentí pena por él. También me dije que, si son capaces de moldear o manipular de esa forma los apetitos de los chavales (y conste que me parece muy bien que les aparten del tabaco), qué no les incrustará­n en la mollera con nuestros delirantes planes de educación. Algo de miedo me traspasó al pensarlo. «Diles que no te tragas el humo», apunté. «Lo hago, pero me contestan que no importa, que siempre se cuela algo». Tras otear el horizonte como si temiese la llegada de los talibanes, se encendió otro cigarrillo con la brasa del que se extinguía. Nos despedimos y cuando me reincorpor­é frente al mar me enchufé un pitillo. No quise ser una mala influencia y preferí disfrutar del fumele en soledad.

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