‘Mago de verdad sobre fondo verde y gris’, un relato de Rodrigo Cortés
El universo poético y proteico que Rodrigo Cortés ha sabido plasmar en ‘Los años extraordinarios’, su exitosa novela, se percibe en este relato que hoy ofrecemos a los lectores de ABC
La última mañana del último día del último mes del verano era siempre la peor, por razones que enseguida aclararemos. (Igual no enseguida). Baldomero no regentaba un hotel de pueblo ni era un estudiante de Farmacia recién enamorado de una de San Sebastián ni hacía pulseras de cuero en una playa de rocas ni vivía junto al mar siquiera. Baldomero vivía en la montaña, en una montaña sin montañeros ni excursionistas, en una montaña normal, ni muy alta ni muy baja, pero del todo inaccesible (o casi) por ser una montaña simbólica, perfectamente tangible —no vayamos a hacernos un lío—, pero casi imposible de encontrar. Baldomero era mago.
Hay muchos tipos de mago. Están los magos de verdad, que son los que hacen desaparecer las cartas y sacan palomas del sombrero, y están los magos de mentira, que hacen invocaciones, fuerzan el amor de los cobardes y se aparecen en mitad del cuarto de cualquiera, casi siempre de noche, para llevarse algo de valor o que crean propio, o para lanzar advertencias al tuntún. Hay que tener en cuenta que hacer desaparecer cartas es muy difícil. Para hacer desaparecer cartas hacen falta, en primer lugar, las cartas (cada vez más raras de encontrar en un mundo que desprecia el azar), como hace falta el poder de desmaterializar el cartón y la capacidad de enviar los pedazos a otro plano. Lo mismo sucede con las palomas, que sólo pueden salir del sombrero si el mago sabe dar y quitar vida, y formar materia de la nada, e insuflarla, por el mismo precio, de aliento. Todo dentro de un sombrero. Y no hablemos de lo que hace falta para serrar a una dama sin que deje en ningún momento de expresar opiniones originales sobre esto y sobre lo otro, a menudo sobre el propio mago. Entre un mago de verdad y un nigromante no hay, por tanto, color (aunque ambos prefieran el negro), por eso los magos de verdad no se molestan por casi nada y por eso no hay manera de que un nigromante se gane la vida en Las Vegas.
Baldomero, pues a eso íbamos, era un mago de verdad, de los de mesa y tapete, de los que se sientan también —todo hay que decirlo— en la posición del loto en las cimas nevadas (con Baldomero cabía todo) y se ponen a adivinar fechas, a restaurar billetes rotos y a cruzar aros con aros para el asombro de los gavilanes y los vientos del noroeste. Baldomero vivía en un monte hecho de recuerdos concretos que apenas se elevaba en un paisaje cuajado de picos parecidos; al gráfico de la marcha de una empresa se parecía el paisaje; a una maza para ablandar carne, se parecía. Cuando uno o dos racimos de recuerdos forman un monte, cristalizan —normalmente— en forma de roca y enhebro, nada en el monte difiere, por tanto, de un monte normal, pero ahí quedan los recuerdos, bien escondidos, vibrando en el paisaje y retumbando en las cañadas y en las grietas que se forman entre los riscos.
Los recuerdos del monte de Baldomero —elegido por el mago casi al azar, más por sus precios que por sus vistas— eran todos recuerdos estivales, Baldomero no sabía por qué, recuerdos formados en capitales europeas y en rutas de monasterios, en mareas altas y en mareas bajas, y en casas rurales, y en rincones de Guadalajara con granjas ecológicas cerca y quesos ecológicos en las granjas, y dos rutas de senderismo▶ una para allá y otra para acá. Recuerdos normales, se diría. Por eso, por su estulticia relativa, el monte simbólico de Baldomero era tan difícil de ver de lejos, aunque verse se veía.
Baldomero (Baldomero el Magnífico) usaba los recuerdos del monte para sus ensayos y pruebas. Metía, por ejemplo, la mano bajo una piedra y extraía de la tierra seca el eco de una canción de campamento. Tomaba el estribillo de la canción, lo apretaba bien con el puño, hasta que empezara a gotear, y empapaba con él un pañuelo de algodón, que anudaba a otro pañuelo. Si la canción era larga y variada, el pañuelo cambiaba de color en cada tramo y se hacía casi interminable, perfecto para esconder en la boca y tirar luego de un cabo, con los dedos. Si la canción era corta y monótona, hacía falta anudar tres o más canciones. O Baldomero atravesaba una cascada y, en la gruta de detrás (donde, en otros parajes, suelen amarse los monjes), rascaba de las paredes los líquenes que había formado la gesta de un socorrista, que se había tirado al agua en la piscina municipal de Ribadesella y había rescatado por poco a un niño de caer por el tubo de cemento que la unía con el mar, un poco para abaratar el llenado de la piscina, un poco para ensanchar unos centímetros el Cantábrico. Los recuerdos que enredan a niños forman unos líquenes fantásticos, y con ellos Baldomero hacía, secándolos, unos cuchillos verdes que se clavaban muy bien junto a las axilas de un ayudante bueno (a quien, de momento, por no tenerlo, se inventaba pintándolo con tiza en un tablero). Una vez, imbuido de una intuición irrefrenable, se subió a un pino a tal velocidad que llegó a la copa con las manos peladas y la cara tachonada de agujas, asustando aun a las ardillas más temerarias, y allá arriba, con la fresca, sangrando sin ningún dolor (por la adrenalina), inspiró con tal profundidad el aire del monte que se le llenaron los pulmones de amores adolescentes y de paseos en barca, y de mil promesas rotas, y de una llegada al esprint en el Tour de Francia, y de un concurso de la tele, con gente en traje de baño, y de un montón de sustituciones en la radio, y de un piso en Gandía que compartían tres amigas de la facultad que sólo se acordaban de sus novios los jueves a las ocho, cuando los tenían que llamar, en fila india, desde la misma cabina, y de una verbena con olor a sangría y polen, y de una charla entre franceses en bermudas en el casco viejo de Cáceres, donde a veces da la impresión de que va a aparecerse alguien a caballo, el comendador mismo, o un soldado con un men
saje enrollado, o un inquisidor cargado de razones, y Baldomero —decía— se llenaba los pulmones de todos aquellos anhelos y encontraba esa clase particular de energía que hace falta para levitar un poco o para hacer flotar una esfera de cristal o para clavar un naipe en la frente de un espectador parlanchín o para adivinar un nombre.
Así pasaba agosto Baldomero, de memoria ajena en memoria ajena (por puro azar lo de la estación, había salido así, a saber por qué, por algo sería), en su montaña estival y mediana, tan bien sincronizada con las vacaciones generales de la población, que Baldomero, en realidad, solía pedirse en septiembre. Y por eso la última mañana del último día del último mes del verano se le hacía tan cuesta arriba a Baldomero (el Magnífico), no tanto porque fuera a echar de menos nada, y mucho menos a nadie, ni porque se anticipara a la morriña que les sobreviene siempre a los gallegos en cuanto pisan el portal —y a veces ya en el ascensor—, y al resto del mundo cuando termina una buena serie o cuando hay que volver al trabajo, sino porque eso significaba que tendría que bajar de la montaña durante, por lo menos, quince días (los de sus vacaciones, por si no se entiende), para pasearse, por ejemplo, por Cambrils en temporada baja, junto a alguna pareja madura (traductor él, catedrática ella) y algún jubilado con aire de marino, con muchos restaurantes ya cerrados —a contrapié, por tanto—, lo que no tenía nada de malo, pero significaba que se acercaba octubre, el temido mes de octubre, cuando reabren los teatros y la concurrencia exige a los autores que estrenen sus mejores dramas, todos nuevos, y a los cantautores que canten sus mejores temas, todos nuevos, sobre el desamor y sobre los inmigrantes y sobre los huertos urbanos, y a los bailarines que bailen sus mejores bailes, todos nuevos, sin romperse, y a los monologuistas que hagan sus mejores chistes, sobre el tapón del champú y sobre la tolerancia al gluten y sobre los mismos huertos a los que cantan los cantautores, todos nuevos, y a los magos que estrenen, claro está, sus mejores números, nuevos todos, o casi todos, porque todo el mundo sabe que es más fácil perdonarle una mentira a un mago que un número repetido, o uno robado (los magos se roban mucho entre sí, sobre todo si son de otra ciudad), y por eso los magos se esfuerzan mucho en verano, especialmente en verano, cada uno en su monte simbólico, y tratan de inventar rutinas de cercenamientos de miembros con música de flauta, y de desdoblamientos, y de escapismo, sabedores de que los trucos están, por ley, prohibidos y no cabe más ilusión que la del niño fascinado, que exige resultados concretos, porque un mago de verdad no recurre ni por casualidad al ilusionismo, y flota, corta, clava, descifra, acierta, rebana o resucita de verdad o, si no, no resucita ni acierta ni flota ni clava, pues el código del mago es sagrado y no deja lugar a más magia que la de lo inexplicable, especialmente difícil de domar —y se dice poco— en la magia de cerca. Y por eso aquella mañana que remataba agosto y devolvía al país a su perplejidad diaria, Baldomero se levantó antes que el sol mismo para quedarse pasmado al encontrarse, frente a la cueva donde dormía, con aquel niño negro en bañador que le señalaba con el dedo.
«Tú, Baldomero», le dijo el niño. «Tú a mí no me la das. Tú no tienes número para este año». Y era verdad, no tenía. Porque los números se le ocurrían a Baldomero casi siempre el último día. Por eso la última mañana era tan mala para él. Tan estresante. «A ti lo que te pasa, Baldomero, es que vas de chulo». Baldomero, la verdad, no entendía por qué un niño negro le decía tales cosas, aunque un niño blanco, o aun uno chino, no lo habrían dejado más conforme. «A ti, Baldomero, lo que te pasa», insistía el niño, «es que el verano no te gusta, y por eso no te vienen bien los montes de verano, pero aquí estás, Baldomero, en un monte de verano, el mismo cada año, por pura cabezonería, porque ahí mismo, a menos de medio kilómetro (el niño no señalaba ningún lugar concreto, o señalaba un raro hueco entre montes, o señalaba un monte que sólo él podía ver), hay un monte bien bonito de primavera, que son los que te vienen bien a ti, pero, como eres un chulo, Baldomero, vienes cada año a este, como si fuera tuyo, y resulta que no es tuyo, Baldomero (el niño tuteaba al mago sin la menor vacilación), sino de cien o doscientas personas, o a lo mejor quinientas, que ignoran, es verdad, que es suyo, pero que lo han formado —sin saberlo, Baldomero— con recuerdos propios, recuerdos suyos, recuerdos particulares, recuerdos que han perdido y que ya no recuperarán nunca, recuerdos que han venido aquí y aquí se han quedado, Baldomero, almacenados entre los arbustos y las escobas, y en los salientes de granito, Baldomero, y en las conejeras, recuerdos con los que estás haciéndote cada año, Baldomero el Magnífico, unos numeritos de lo más banal que ofenden a un montón de veraneantes que lo han hecho lo mejor que han sabido, pero, como eres un chulo, Baldomero, ahí estás, mirándome como se mira a un jabalí, dudando entre quedarte quieto y salir corriendo. Y por eso, Baldomero, me atrevo —si no te parece mal— a darte el siguiente consejo...».
Y, en ese mismo instante, Baldomero —a quien no debía de parecerle bien, después de todo, lo que se le proponía— le dio tal bofetón al niño que lo dejó sentado en el suelo, con un lado de la cara que se le habría incendiado en rojo de no haber sido tan negro, y tuvo en un instante —quién sabe si iluminado— una idea genial, salvaje y definitiva, una idea que no sólo mejoraba los mejores números de su mejor repertorio, sino que reescribiría para siempre la historia de la magia, una idea muy secreta (porque no pensaba compartirla con nadie, y mucho menos con este narrador, en absoluto omnisciente) que ridiculizaría durante años la poca o mucha fama que les quedara aún a taumaturgos y hechiceros y labraría en piedra dura la hegemonía de los prestidigitadores sobre los brujos en el Parnaso de la verdadera magia, que queda muy cerca de Teruel, más cerca todavía desde que han hecho la autovía.
Y allá que se fue Baldomero, hacia el horizonte boscoso y cuesta abajo, tan contento, dando —como cada año— unos saltitos muy bien medidos delante del sol matutino, dejándose la sombra olvidada, muy confiado, la verdad, en sí mismo. Muy optimista. Agradecido de corazón al niño, que se frotaba la cara sonriente porque sabía que, una vez más —cada verano de forma distinta—, había ayudado a dar sentido a las vivencias descuidadas de un montón de veraneantes que, de otro modo, habrían cruzado agosto sin dejar más rastro en el mundo que el del amor confuso y la ingesta de mojitos.
Y el monte creció en un segundo tres centímetros. Patapún. Y el aire cambió de sitio. Y el empresario del teatro donde, en un mes exacto, habría de inaugurar Baldomero su temporada mágica, se estremecía sin saber por qué en un resort de Cancún, alcanzado en la nuca por un afiladísimo presentimiento que, transmutado en gusto por un sorbo de margarita, le hizo dejar al camarero un propinón de los de al carajo, de los de me da igual todo, de los de quitar el hipo. De los de arrepentirse luego. Un propinón, la verdad, de los buenos buenos.
«Y por eso la última mañana del último día del último mes del verano se le hacía tan cuesta arriba a Baldomero (el Magnífico)»