¿Qué ha sido del orden mundial liberal?
«La polarización afectiva en la política perjudica a nuestras sociedades liberales al atacar la naturaleza plural de los sistemas democráticos y, a la larga, sus instituciones. Si la tendencia partidista determina si un individuo está en lo cierto o está equivocado desde el principio, ¿para qué empezar un debate, por no hablar de alcanzar un compromiso para que los intereses generales estén representados? ¿Dónde queda además el orden liberal en el ámbito nacional e internacional?»
CUANDO los complacidos líderes europeos se reunieron con Biden en su primera visita al continente en junio, las sonrisas, aunque genuinas, eran también un reconocimiento de la posible especie de prórroga. Es como si los líderes mundiales hubieran tomado una bocanada de aire fresco en medio de la calma del mar para apartar de su pensamiento por un instante la tormenta que se avecina. Aun así, esa tormenta se alza como una nube lejana en el horizonte, y con ella la posibilidad real de otra retirada estadounidense de lo que muchos consideraban el orden mundial liberal regido por normas.
La expresión ‘orden mundial liberal’ la acuñó G. John Ikenberry a finales de la década de 1990, cuando el mundo occidental de la posguerra se decantó mayoritariamente por la idea de que la cooperación multilateral y basada en reglas seguiría aumentando ininterrumpidamente. La democracia liberal estaba en auge, mientras arraigaba y se extendía por todo el mundo. La Unión Soviética estaba hecha añicos y China no era la potencia económica que es ahora. El diálogo y la colaboración institucional eran cada vez más habituales. La apertura económica multilateral de la administración de Clinton daba por sentado que iría seguida del inevitable declive de la autocracia autoritaria. La cooperación de Estados Unidos con el otro lado del Atlántico a través de la OTAN era sólida, y también se consolidaba su relación con la UE, en pleno proceso de expansión. En muchos sentidos, esto constituía una realidad para algunos, pero para otros era una simple ilusión, una prórroga temporal.
En la actualidad, China sigue siendo China, así como una fuerza económica, militar y cibernética a tener en cuenta. Rusia no se incorporó discretamente al mundo democrático liberal, sino que optó por la autocracia iliberal, a duras penas disimulada por el espectáculo de las elecciones democráticas. La UE y la OTAN seguían presionando con su expansión hacia el Este. Rusia reaccionó invadiendo Georgia y Ucrania, entre otras cosas. Después del 11-S, empezaron las guerras en Afganistán e Irak. Llegaron Al Qaida y luego Daesh (ISIS), la interminable guerra civil en Siria y la consiguiente crisis de refugiados. El Reino Unido abandonó la UE. Oriente Próximo sigue siendo tan conflictivo como siempre, por no mencionar la crisis económica de 2008, la pandemia y los cada vez más alarmantes efectos del cambio climático.
Hablando claro, el muy breve e incompleto resumen anterior del tira y afloja entre el Occidente liberal y sus homólogos internacionales, sumado a las calamidades internacionales, se presta a una benevolente explicación del deterioro de la cooperación internacional. Así y todo, su pertinencia queda eclipsada si las sociedades occidentales son incapaces de mirarse a sí mismas, dentro de sus fronteras, para hacer autocrítica de la salud de sus propios órdenes democráticos liberales. La elección de Donald Trump y sus repercusiones a escala nacional e internacional no es solo un ejemplo de la falta de juicio de los ciudadanos estadounidenses que le votaron, muchos de ellos dos veces, sino también de quienes nunca pensaron que pudiera ganar. Sencillamente, Trump era y es un síntoma grave de un problema mayor▶ la creciente polarización política basada en la afectividad (la desconfianza hacia el propio partido y el desprecio y el odio hacia los demás partidos). Este tipo de polarización, que no está basado en diferencias reales de la política oficial, es algo que en estos últimos veinticinco años no ha aumentado solo en Estados Unidos, sino en numerosas democracias liberales occidentales de todo el mundo.
Las sociedades polarizadas apoyan a candidatos polarizados que en contadas ocasiones –o nunca– cruzan las líneas del partido, ni siquiera para aprobar leyes fundamentales. Los líderes populistas se alimentan del antagonismo, por lo que polarizan todavía más a la población. Los políticos consolidados también participan, subsanando las posturas extremas, tanto de la izquierda como de la derecha, para dirigir a los votantes a sus partidos consolidados. La política identitaria desempeña un papel crucial a la hora de determinar qué extremo está ‘bien’ y cuál está ‘mal’. La polarización se convierte para muchos políticos en la oportunidad definitiva para conseguir la atención de los votantes. Las políticas públicas pragmáticas a menudo pasan desapercibidas en esta maraña.
En el caso de Estados Unidos, hasta la vacuna es un objetivo, lo que hace mucho más difícil alcanzar algún tipo de inmunidad de grupo en el futuro próximo. Lo que en un principio se consideraba un salvavidas literal –y bipartidista– queda ahora sepultado en un laberinto de desinformación polarizada. Según un sondeo de CBS, el 29 por ciento de los republicanos no tiene intención de vacunarse, mientras que solo el 5 de los demócratas piensan lo mismo. Al fin y al cabo, la retórica antivacunas se ha alineado con la ‘gran mentira’ de Trump, y lo que es más importante, con los votantes que se la creen. El trumpismo sigue muy vigente y busca siempre un nuevo tema conflictivo en el que fijarse.
Este constructo interno del ‘nosotros frente a ellos’ está minando el orden democrático liberal doméstico, de modo que la verdadera política –los impuestos, la educación e incluso la salud– pasa a un segundo plano, por no mencionar las catastróficas consecuencias para la supervivencia de los sistemas democráticos a largo plazo. En palabras de Isaiah Berlin▶ «Pocas cosas han hecho más daño que la creencia por parte de individuos o grupos (o tribus o Estados o naciones o iglesias) de que él, ella, ellos o ellas están en posesión de la verdad absoluta… Es de una arrogancia terrible y peligrosa creer que solo tú tienes la razón...». Por tanto, la polarización afectiva perjudica a nuestras sociedades liberales al atacar la naturaleza plural de los sistemas democráticos y, a la larga, sus instituciones. Si la tendencia partidista determina si un individuo está en lo cierto o está equivocado desde el principio, ¿para qué empezar siquiera un debate, por no hablar ya de alcanzar un compromiso para que los intereses generales de la sociedad estén representados? ¿Dónde queda el orden liberal en el ámbito nacional, por no hablar del internacional?
Cuando los líderes mundiales saludaron a Biden, un acérrimo institucionalista sin una sola pizca de populista, hubo intercambio de sonrisas, palmaditas en la espalda y cumplidos. Aun así, todos eran conscientes del estado de la democracia liberal estadounidense, junto con sus propias discrepancias internas. En otras palabras, el temporizador de la cocina está corriendo y todos se preguntan qué saldrá del horno, sobre todo en 2024. Por otra parte, en lugar de ideales nobles y profundos, aunque a veces estos tienen su lugar y su utilidad, quizás un poco de introspección realista y pragmática podría favorecer un ‘orden’ revisado (ni siquiera hacen falta letras mayúsculas en esta ocasión), en el que se dejen a un lado las suposiciones y la acción proactiva se convierta en la norma.