Retorno a Saigón
▶Afganistán es ya el segundo ‘Vietnam’ de EE.UU., una guerra que ha dejado una factura colosal en vidas de soldados estadounidenses y en dinero
«Vosotros tenéis todos los relojes, pero nosotros tenemos todo el tiempo». En un telegrama secreto de febrero de 2006 al que ha tenido acceso ‘The Washington Post’, el entonces embajador en Afganistán, Ronald Neumann, compartía con sus superiores la advertencia de un líder talibán. El aviso se ha convertido en sentencia. Las agujas de los relojes han dado vueltas otros quince años y solo han hecho más fuertes a los talibanes: su resistencia y la debilidad del Gobierno de Kabul han agotado a la primera potencia militar del mundo. El de Afganistán se ha convertido no solo en el conflicto militar más largo de la historia de EE.UU., son veinte años de una guerra que desde hace demasiados es impopular y, quizá desde el principio, imposible de ganar.
Esto último se enterró durante años en una montaña de promesas inviables y análisis equívocos sobre la marcha de la guerra. Todos los presidentes de EE.UU., desde el inicio de la guerra en septiembre de 2001, se han comprometido a un regreso de las tropas que, hasta ahora, y casi en desbandada, no se ha materializado y han engañado al público estadounidense sobre lo que ocurría en el frente. En el camino, una factura colosal en vidas de soldados estadounidenses y en dinero de los contribuyentes. Afganistán es ya el segundo ‘Vietnam’ de EE.UU.
En el terreno, las cosas se veían de una forma similar al telegrama de Neumann. «Hemos perdido la guerra al cien por cien», aseguró a Reuters Jason Lilley, un miembro de las fuerzas especiales del Cuerpo de Marines que peleó en Afganistán. «El objetivo era acabar con los talibanes y no lo logramos».
Lilley, de estirpe militar y patriótico, fue al frente convencido del ideal de derrotar al enemigo de EE.UU. y de ayudar a los afganos. Su opinión cambió con una confesión de un prisionero talibán: los insurgentes les agotarían, resistirían hasta que los estadounidenses perdieran la fe en la guerra. Igual que ocurrió en la década de 1980 con la invasión de los soviéticos, repelida por los muyaidines. «Eso fue en 2009. Estamos en 2021, y ha acabado por tener razón», ha dicho Lilley. «¿Para qué perdimos a compañeros? ¿Para qué?». Esa es la pregunta que duele ahora en EE.UU., mientras se comprueba cómo los talibanes recuperan el control de buena parte del país en una versión guerrillera del ‘blitzkrieg’.
La razón por la que EE.UU. fue a Afganistán es obvia: vengar los cuerpos calcinados en los escombros de las Torres Gemelas y en el resto de escenarios de los ataques del 11-S. Las células de Al Qaida operaban con la connivencia del régimen talibán, que tomó el poder en Afganistán a mediados de los 90 e impuso su visión extremista del islam. El gran hito de la intervención militar estadounidense fue la muerte de Osama bin Laden, el líder de los terroristas de Al Qaida, en 2011. Pero una década antes y una década después de conseguir localizarlo y acabar con él en Pakistán, EE.UU. se enfangó en la lucha contra las guerrillas talibanes, sus diferentes facciones, en la colaboración con los señores de la guerra y en su intento de instaurar, de la noche a la mañana, una democracia de estilo occidental en Afganistán. La recuperación de los derechos para mujeres y niñas, la construcción de hospitales e infraestructuras y la celebración de elecciones parecen ahora un espejismo.
Ni EE.UU. consiguió impulsar un estado funcional, con un Gobierno de Kabul corroído por la corrupción y las guerras internas, ni aplacó a los talibanes, ni impidió que un supuesto socio de Washington –Pakistán– les diera cobijo. El resultado es un fracaso monumental. En 20 años de batalla, casi 800.000 estadounidenses se han desplegado en Afganistán, muchos sin tener claro qué iban a conseguir allí. Según la Universidad Brown, que recuenta los costes de conflictos armados, 2.442 soldados estadounidenses han perdido la vida, más de 20.000 volvieron heridos y muchos vivirán acosados por los fantasmas de una guerra fútil. Los contribuyentes de EE.UU. han pagado ya 2,26 billones de dólares en gasto militar, algo para lo que el país se ha endeudado y tendrá que seguir pagando durante décadas.
Retratos edulcorados
Como en Vietnam, las autoridades ofrecían retratos edulcorados de la marcha de la guerra, que no se compadecían con lo que vivían sus soldados. Lo hicieron George Bush, Barack Obama y Donald Trump. El secretario de Defensa del primero, Donald Rumsfeld, dijo en diciembre de 2005 que las cosas iban tan bien que el 10% de los soldados regresarían. Lo que siguió fue un aumento de los bombardeos y ataques suicidas de los talibanes. Uno de ellos, en la base de Bagram, la mayor del contingente estadounidense, puso en peligro al vicepresidente, Dick Cheney, algo que se ocultó al público. «Nos estamos imponiendo», «estamos ganando», insistían los líderes militares, aunque los informes internos advertían de que podían arrinconar a los talibanes, pero no eliminarlos.
Obama llegó al poder con la promesa de acabar con la guerra. Lo que hizo fue disparar el número de efectivos –hasta más de 100.000– para finiquitar a los talibanes, cada vez más activos. En diciembre de 2014, celebró el fin del conflicto «Nuestra misión de comba
te en Afganistán se acaba y la guerra más larga de nuestra historia está llegando a una conclusión responsable», dijo desde sus vacaciones en Hawái. Ni era verdad –los estadounidenses seguían muriendo en el frente– ni cumplió su promesa de retirar las tropas al final de su mandato.
Para entonces, hacía mucho que la guerra de Afganistán era muy impopular en EE.UU. Trump llegó al poder en 2016 con promesas de salir de ella. No lo cumplió, pero dejó un acuerdo con los talibanes que debilitó todavía más al Gobierno de Kabul. Biden, bajo la misma promesa, cumplió el acuerdo con los talibanes. «No pasaré esta responsabilidad a un quinto presidente», dijo.
Pensaba más en el electorado estadounidense, hastiado del conflicto, que en la suerte de cientos de miles de afganos, que colaboraron con EE.UU. y que serán represaliados por los talibanes. En los últimos días antes de la caída de Saigón, en abril de 1975, los helicópteros estadounidenses evacuaron a 140.000 vietnamitas. Los talibanes estaban ayer a las puertas de Kabul y no está claro cuántos escaparán a su venganza.