No hay Ítaca para Momin
Los que se marchan pasan por el quirófano del tiempo. Aprenden a vivir desgarrados, como el traductor afgano y su familia
España es ahora su hogar. Así que él y su familia harán aquí lo que saben trabajar. «Daremos todo por nuestro país, que ahora es este», ha dicho Momin Mobariz a la periodista Carlota Pérez. En la fotografía que ilustra el reportaje, al traductor de las tropas del Ejército español en Afganistán lo acompañan su mujer y sus tres hijos. Posan muy juntos, casi apretujados. Ninguno sonríe o al menos las circunstancias hacen imposible determinar la naturaleza de su gesto. Más que feliz, Momin parece tranquilo. Su esposa, Asifa, lleva puesta una mascarilla, lo que induce a pensar que son sus ojos y no sus labios los que ríen. El retrato de la familia ocupó la portada del ABC del domingo. Entonces no conseguí apartar la mirada; hoy tampoco. «Daremos todo por nuestro país, que ahora es este», leo, otra vez
Empezar una nueva vida es una forma de nacionalidad, incluso un aire de familia. Los que han tenido que marcharse del lugar donde nacieron comparten una identidad. Son el viaje continuo. Allí donde vayan, los perseguirá la certeza de haber nacido en un lugar que ya no existe. Por eso se miran al espejo como extraños. Existen separados de quienes fueron. Aquello que tuvieron o la profesión que ejercieron no es más que una piel antigua, una ‘exuvia’ de sí mismos.
Los que se marchan empujados por la persecución, el miedo o la muerte, incluso los que se marchan a secas, aprenden a entender el tiempo, la tierra, la identidad y la pertenencia de otra forma. Así se lo ha dicho Momin a Carlota, con el estilo directo que usa la verdad cuando se manifiesta: este ahora es su país. Él se ha convertido en el destino de su travesía. No hay Ítaca para él ni para su familia. No se puede regresar a un lugar que ya no existe.
La palabra migrar arrastra consigo un sentido indefinido del cambio. Los que se marchan –podríamos decir también los que huyen, los que se salvan– confeccionan primero un refugio, luego un hogar, y cada año cumplido supone para ellos un nuevo ladrillo. Los que se marchan se someten a la reescritura de la incertidumbre, pasan por el quirófano del tiempo. Habitan la casa que construyen dentro de sí mismos, al tiempo que sigue demoliéndose la que alguna vez habitaron.
Los que, como Momin, saben que no pueden volver, aprenden a vivir desgarrados, porque su nueva existencia es producto de una fractura. Acabarán por ser el documento que les ha permitido quedarse y en el que su nombre aparece impreso junto a una bandera que Momin aprenderá a entender como suya, por arraigo o por costumbre. Tras él quedarán los padres y las tres hermanas que aún viven en Herat. Ellos no podrán llamarlo ni él buscarlos sin que eso suponga ponerlos en peligro. Son su familia y justo por eso debe dejarlos atrás. De lo contrario los matarán. Y él lo sabe. Momin, como Orfeo, no puede volver la vista atrás.