Cuarentena china en el hotel fantasma
PCR al aterrizar, una maraña de códigos QR y controles de temperatura y camareras enfundadas en EPI es la bienvenida que espera al viajero al país que detectó el virus. 21 días de aislamiento que costea el ciudadano
El coronavirus ha reventado la globalización y medio mundo tiene sus fronteras cerradas. No es fácil viajar en tiempos de pandemia y, mucho menos, a China, uno de los países con más restricciones y controles para prevenir el Covid-19. A través únicamente de vuelos directos, solo pueden entrar los chinos y los extranjeros con permiso de trabajo, que además deben guardar una cuarentena obligatoria de tres semanas, dos si llegan a Shanghái.
Entre una maraña de aplicaciones de móvil en mandarín y códigos QR de salud, así es la odisea de volar a China, como vivió este corresponsal el pasado viernes. Junto al visado en vigor, se requerían dos pruebas negativas del coronavirus, una PCR y la otra de anticuerpos, tomadas 48 horas antes del viaje. Desde ayer, además, hace falta otra prueba PCR una semana antes de viajar. El celo de las autoridades chinas es tal que hay que hacerse una foto con el pasaporte a las puertas del laboratorio elegido para los análisis.
Una vez obtenidos los resultados negativos, que llegan al día siguiente de las pruebas, su foto debe introducirse en una página web de la Embajada china junto a todos los datos▶ pasaporte, visado, carné de identidad y certificado de vacunación. En mi caso, y a diferencia de otras personas que habían viajado unos días antes, el consulado chino advirtió de que el permiso de residencia no era suficiente para obtener el código QR verde para embarcar y se debía presentar uno de estos documentos▶ una carta de invitación de las autoridades locales o una instancia del periódico explicando el motivo del viaje. Dicho correo electrónico entró en la bandeja ‘spam’ de los no deseados y se vio en la tarde antes de volar, cuando ya había enviado pruebas negativas y pensaba que todo estaba en orden. Pero mejor leerlo en ese momento que no ante el mostrador de facturación.
Desde el cierre de fronteras el año pasado, muchos españoles y expatriados de otros países no han podido regresar a China al no conseguir esa invitación de las autoridades o no contar con una compañía que los ampare.
Pruebas en Barajas
Al llegar al aeropuerto de Adolfo Suárez-Madrid Barajas, todavía quedaban por superar dos pruebas más una aplicación de móvil de las aduanas chinas y otra de la provincia de Zhejiang, a cuya capital, Hangzhou, volaba el avión. Operado por Iberia, era un vuelo chárter contratado por una empresa china cuyos billetes solo se pueden comprar en este país, no en España. Muy amables, dos jóvenes empleados ayudaban a los pasajeros a cumplimentar dichas aplicaciones para obtener sus respectivos códigos verdes. Pertrechados muchos de ellos con trajes especiales de protección, todos los viajeros eran chinos residentes en España menos media docena de occidentales servidor, un técnico vasco que iba a montar la maquinaria de una turbina eólica en Qingdao, una pareja italiana y una familia con acento latinoamericano.
Con unos 250 pasajeros, el avión iba casi lleno. Curiosamente, quienes se mostraban tan cautos llevando monos de protección no tenían inconveniente en comer unos junto a otros los bocadillos que repartía la tripulación. Doce horas después, y despojándonos de la mascarilla solo para beber, aterrizamos en Hangzhou. La bienvenida la dio un funcionario de aduanas que, ataviado también con un fantasmagórico traje blanco, entró en el avión para medir la temperatura a algunos pasajeros. Desierta y con todas sus tiendas cerradas, la terminal internacional de Hangzhou era el silencioso reflejo de la catástrofe económica que el coronavirus ha traído a la industria aérea y el turismo.
Tras desembarcar en grupos de 40, hubo otra prueba PCR, toma de tensión y de la temperatura antes del traslado al hotel de la cuarentena. Con nuestras maletas desinfectadas, fuimos confinados en uno cercano al aeropuerto, el Tao Blossom. Viendo a todos sus empleados con trajes de protección, parece el hotel de los fantasmas. Muy moderno y con una habitación amplia y limpia, pero con la única pega de tener vistas interiores, cuesta 380 yuanes (50 euros) al día e incluye desayuno, almuerzo y cena. Todo servido en bandejas de plástico y al más puro estilo chino verduras al vapor, carne, pescado, arroz hervido y fruta. Correcto, pero simplón y a veces insulso. ¡Menos mal que de España venía cargado de jamón envasado al vacío! Afortunadamente, se pueden hacer pedidos al supermercado que
los repartidores traen a la recepción.
Enfundadas en trajes EPI, las camareras dejan la comida en mesitas junto a la puerta, que solo se puede abrir para sacar la basura o las dos veces que las enfermeras vienen a tomarnos la temperatura▶ por la mañana y por la tarde. Para que sea lo más exacta posible, utilizan un termómetro de oído con una boquilla personal que han dado previamente, y que les entregamos en un estuche de plástico cada vez que vienen. Muy simpáticas, hasta se hacen selfis con nosotros dibujando la ‘V’ de victoria, pero da escalofríos verlas alejarse embutidas en sus monos blancos.
Tras la PCR al aterrizar, harán otra a los siete días, una más a los 14 y la última antes de terminar la cuarentena a los 21. ¡Qué distinta es esta cuarentena a la de los Juegos de Tokio, que duraba tres días y se podía salir al supermercado a comprar comida! Mientras escribimos, a través de las finas paredes se oye a alguien que canta para pasar el rato y a una pareja que, seguramente por el mismo motivo, hace el amor. Esta será mi celda, mi hogar y mi oficina hasta el 18 de septiembre, cuando sea libre para ir a Pekín. Siempre y cuando no tenga el maldito coronavirus.