De Urdiales a la eternidad
Diego soñó el toreo que nunca muere y triunfó con dos toros como la noche y el día
«¡Igualito que ayer!», exclamaron desde la sombra cuando apareció el primero de Zacarías Moreno, mucho más cuajado que los cuvillos del día anterior. ¡Qué diferencia! Y otra historia fue también el saludo a la verónica de Diego Urdiales. ¿Diez? ¿Doce? ¿Catorce? La eternidad cabía en esos lances en los que ganaba terreno en cada encuentro con el toro. Uno a uno, gota a gota, paladeando la embestida desde la castañeta a las manoletinas. Una borrachera a la riojana en Colmenar Viejo. La embriaguez siguió en el quite, al ralentí. Sin reloj la madre del toreo de capa y sin tiempo la faena del más puro clasicismo, desde los doblones hasta esa trincherilla que imantó las retinas a la torería de Diego y a la calidad de ‘Finito’ –no podía tener otro nombre con esa clase–. Todo empaque la obra, ralentizando en cada escena el excelente pitón derecho. Ahí se centró, ofreciendo el pecho, gustándose con el toro ideal, nacido para sus muñecas, criado para sus yemas. Para soñar fue. Y el sueño se eternizó en la naturalidad del epílogo, con zurdazos de frente, cosidos a una trincherilla de cartel. Llegaron los ‘oooles’ que se sumergen en las gargantas cavernosas, esos que se alejan del ‘bieeen’ que domina hoy los tendidos. Roncos brotaban, hondos como su tauromaquia. Pero el de Arnedo quería más y se entretuvo en pintar un ayudado, enmarcado en sepia. Qué belleza la Fiesta a dos manos, qué belleza aquel otro toreo por abajo. Caricias en ese mar rutinario inundado de latigazos.
Aquella pieza de orfebrería merecía un final feliz hasta la empuñadura enterró el espadazo. Poco importó que se desprendiera el poso de lo auténtico, de ese aroma con el que ni el Covid puede, quedó en el redondel de la Corredera. Por su anillo paseó dos orejas Urdiales y por el anillo se arrastró en una vuelta al ruedo a ‘Finito’.
Si el estreno fue una bendición, más importancia tuvo su ser y estar ante el cuarto, de peor condición, frenado y áspero de salida. Trabajito le costó a la cuadrilla clavar los palos. Y fácil no parecía meterlo en el canasto. La voluntad de Diego se impuso con méritos para conseguir la atención de ‘Farolero’. Con el toque preciso, en esa especialidad suya del uno a uno, dibujó muletazos con su sello hasta crecerse en unos naturales. Qué composición y qué hermosura la trincherilla y la trinchera, refugio del toreo imperecedero. Las musas de la divinidad se posaron en el broche de ayudados rodilla en tierra atrajo al toro y lo llevó embebido, embrujado. Otro galardón cortó.
No podía con la penca del rabo el segundo, pero el palco le dio una oportunidad y cambió el tercio. Hasta que llegó Javier Ambel, bajó las telas y el animal se derrumbó completamente para regresar a chiqueros. Un mundo le costó embestir al basto sobrero, alejado de
Llegaron los ‘oooles’ que nacen de las gargantas cavernosas, ‘oooles’ alejados de esos ‘bieeen’ de lo insustancial. Roncos y hondos, como su torería
los cánones de belleza del toro bravo, del que no había noticias. Todo lo puso Miguel Ángel Perera, que supo perder y ganar pasos según requería el momento. Perfecto técnicamente, aunque sin opción de esa brillantez que cala.
Magistralmente embarcó al quinto, con verónicas que eran una delicia. De mano baja las chicuelinas, ceñidas a una media superior. Con esa díficil facilidad de los grandes hombres de plata, midió la lidia Curro Javier, en un tercio en el que se desmonteró Ambel. Todo iba rodado para el éxito y Perera brindó al público. Sobre la primera raya citó al de Zacarías. Por alto, sin mover ni las pestañas, con un cambio de mano que aún dura. Monumental de valor. Acudía con nobleza ‘Belloto’ a la jurisdicción del extremeño, firme a carta cabal y alargando el medio viaje, con ese sutil toque, inapreciable por instantes. Acabó en terrenos ojedistas, terrenos ya pereristas. A pies juntos esculpió unos semizurdazos antes de la estocada, algo caída, y se ganó una oreja con petición de otra.
Arrimón de Luque
Tampoco se le atisbaba gran poder al tercero, que echaba sus lesionadas manos por delante. Ni dos pases tardó en desplomarse, por lo que Daniel Luque, tras un breve intento a media altura, no tuvo más remedio que darle matarile. «¡Hay que devolver los inválidos!», gritó una voz. Y no le faltaba razón.
Se comía el capote el sexto en las vibrantes verónicas del sevillano. Galopaba con boyante son, aunque el volatín no ayudó. Más tosco por el derecho, el izquierdo se adivinaba algo mejor. Sencillo no sería luego por ninguna dirección muchas teclas que tocar tenía este ejemplar, de 655 kilos. Y Luque, en su querer infinito, aun sin terminar de hallar en el inicio el arduo acople, hizo una meritoria faena, con el colofón de un derroche de testosterona. Bárbaro el arrimón, jugándose el tipo. El acero se interpuso en el camino del premio.
El triunfo absoluto llevó el nombre de Diego y el apellido de Urdiales, y no por las orejas, sino por ese sueño eterno del toreo que nunca muere.