La transición eco-‘ilógica’
«Eliminar en 30 años los 350 millones de toneladas de gases de efecto invernadero que enviamos los españoles a la atmósfera todos los años es un reto de una complejidad extrema, con elevados costes que no se distribuirán naturalmente de forma equitativa, dicho de otro modo, con muchos ganadores pero también con muchos perdedores. Un reto, además, al que concurrimos con la dolorosa y onerosa experiencia de que los errores se pagan caros cuando se trata con la política energética»
CRITICAR el proceso de transición energética hacia la plena descarbonización de la economía es un ejercicio de alto riesgo. Básicamente porque el objetivo final, nada menos que la reducción del crecimiento de la temperatura del planeta para evitar un apocalipsis garantizado, es tan loable, tan compartido y tan perentorio que el cuestionamiento de cualquier parte del proceso diseñado, y en cierto modo impuesto, se tiende a interpretar como una enmienda encubierta a la totalidad del reto, quedando así el crítico a merced de los inmisericordes ecologistas que, ya sea en política o en la sociedad civil, suelen ser relativamente sectarios cuando se trata de admitir nuevos y sensatos adeptos a la causa. Este escudo acrítico, además, otorga al gobernante político una suerte de bula maquiavélica para que, amparado en una permanente sensación de urgencia, ejerza el poder a su antojo con el fin alcanzar los ambiciosos objetivos intermedios en términos de reducción de emisiones y finalmente la plena descarbonización de España con horizonte 2050.
Esta deriva del proceso, alimentada por la convicción de que la línea recta es el mejor camino para alcanzar el objetivo final obviando la enorme complejidad del reto, ha empezado a derrapar, como era de esperar, a las primeras de cambio. La contestación social por los elevados precios energéticos y las fricciones observadas en respuesta a los recientes cambios regulatorios y normativos aprobados por el Gobierno revelan la escasa cimentación de un proceso que, sin embargo, está llamado a transformar por completo nuestra economía y nuestra sociedad. Eliminar en 30 años los 350 millones de toneladas de gases de efecto invernadero que enviamos los españoles a la atmósfera todos los años es un reto de una complejidad extrema, con elevados costes que no se distribuirán naturalmente de forma equitativa, dicho de otro modo, con muchos ganadores pero también con muchos perdedores. Un reto, además, al que concurrimos con la dolorosa y onerosa experiencia de que los errores se pagan caros cuando se trata con la política energética.
Parecería lógico que un proyecto de semejante envergadura que implica un aspecto crítico del bienestar de las personas y de la competitividad de las empresas como es el acceso limpio, garantizado y asequible económicamente a la energía fuera planificado, diseñado y ejecutado con el máximo rigor y los más elevados estándares de control y transparencia. Sin embargo, la improvisación desplegada por el Gobierno ante la evolución de los precios de la electricidad y la consecuente alarma social no han hecho más que confirmar que este proceso tiene una guinda reluciente en forma de objetivo final pero ningún pastel que la sustente. Parecería lógico, por tanto, detenerse y reflexionar sobre qué ingredientes nos están faltando para poder afrontar este complejo proceso con alguna garantía de éxito.
En primer lugar, parecería lógico reclamar un mínimo de consenso político en el diseño del proceso. A la vista del panorama político actual, ésta podría ser una reclamación utópica e incluso naíf, pero parece lógico ambicionar un acuerdo político de mínimos sobre un proceso que se va a prolongar durante al menos 30 años y que previsible y deseablemente será ejecutado por gobiernos de distintas sensibilidades y actuando en coyunturas también diversas. Establecer zonas de no agresión en aspectos claves del proceso como, por ejemplo, las señales de precios, los esquemas de incentivos a las nuevas tecnologías, los esquemas de compensación a los perjudicados o el papel de las tecnologías de respaldo, por mencionar solo algunos, evitaría los indeseables bandazos pseudoideológicos que no hacen más que minar la credibilidad y la seguridad jurídica del proceso e impedir su puesta en marcha real y definitiva.
En segundo lugar, cualquier diseño del proceso que se haga a espaldas o, aún peor, a costa de las grandes empresas energéticas está llamado a fracasar por la lógica razón de que estamos ante el esfuerzo inversor más importante de nuestra historia, con un coste en inversiones superior a los 250.000 millones de euros que tendrán que ser aportados en un 80 por ciento por el sector privado, como ya anunciara el propio Gobierno. Así las cosas, parecería lógico que imperara un enfoque algo más colaborativo por parte de nuestros gobernantes con estos actores clave en el éxito del proceso en lugar de apuntar a sus beneficios cada vez que la sociedad reclama una explicación. Conviene recordar que las empresas españolas compiten por la financiación en los mercados internacionales y que la inseguridad jurídica que impera en el sector energético desde hace años representa un lastre para la credibilidad de España como país receptor de inversiones y complica seriamente las posibilidades de obtener recursos en buenas condiciones, máxime cuando competimos con otros 26 procesos de transición energética en todos los países de la Unión Europea, tan intensivos en inversiones como el nuestro.
Yfinalmente, en tercer lugar, pero no por ello menos crítico, parece lógico anhelar una mayor implicación de la sociedad no sólo en el objetivo final, lo que va de suyo, sino en el proceso que nos debe llevar a alcanzar dicho objetivo. Y eso, a la vista de los acontecimientos, está muy lejos de conseguirse, entre otras razones porque no se ha sido transparente y honesto con los verdaderos costes de esta apuesta por una energía limpia y más asequible a largo plazo, pero que en el corto plazo implica sacrificios para la sociedad y la economía. La reacción improvisada e intervencionista del Gobierno ante la subida del precio de la electricidad sólo puede esconder ignorancia o mala fe, y cualquiera de las dos es letal para el buen fin del proceso. Más de un 70 por ciento de la subida del precio de la electricidad en los últimos meses se explica por decisiones políticas tomadas para acelerar el propio proceso de transición energética y, por tanto, era más que previsible, de hecho, debía haber sido esperada y planificados sus impactos. Mientras la transición energética se siga gestionando a golpe de sobresalto sin una comunicación honesta hacia los consumidores sobre los verdaderos costes del proceso, sin mecanismos de evaluación y control de los procesos, sin esquemas de compensación sostenibles para los potenciales perjudicados, sin incentivos permanentes para los cambios necesarios, en definitiva, sin una gobernanza lógica que la sustente, el proceso estará abocado al fracaso implicando costes aún mayores de los que ahora, de forma populista y muy torpe, estamos tratando de evitar.