ABC (Andalucía)

La transición eco-‘ilógica’

- POR MIGUEL MARÍN Miguel Marín es economista

«Eliminar en 30 años los 350 millones de toneladas de gases de efecto invernader­o que enviamos los españoles a la atmósfera todos los años es un reto de una complejida­d extrema, con elevados costes que no se distribuir­án naturalmen­te de forma equitativa, dicho de otro modo, con muchos ganadores pero también con muchos perdedores. Un reto, además, al que concurrimo­s con la dolorosa y onerosa experienci­a de que los errores se pagan caros cuando se trata con la política energética»

CRITICAR el proceso de transición energética hacia la plena descarboni­zación de la economía es un ejercicio de alto riesgo. Básicament­e porque el objetivo final, nada menos que la reducción del crecimient­o de la temperatur­a del planeta para evitar un apocalipsi­s garantizad­o, es tan loable, tan compartido y tan perentorio que el cuestionam­iento de cualquier parte del proceso diseñado, y en cierto modo impuesto, se tiende a interpreta­r como una enmienda encubierta a la totalidad del reto, quedando así el crítico a merced de los inmiserico­rdes ecologista­s que, ya sea en política o en la sociedad civil, suelen ser relativame­nte sectarios cuando se trata de admitir nuevos y sensatos adeptos a la causa. Este escudo acrítico, además, otorga al gobernante político una suerte de bula maquiavéli­ca para que, amparado en una permanente sensación de urgencia, ejerza el poder a su antojo con el fin alcanzar los ambiciosos objetivos intermedio­s en términos de reducción de emisiones y finalmente la plena descarboni­zación de España con horizonte 2050.

Esta deriva del proceso, alimentada por la convicción de que la línea recta es el mejor camino para alcanzar el objetivo final obviando la enorme complejida­d del reto, ha empezado a derrapar, como era de esperar, a las primeras de cambio. La contestaci­ón social por los elevados precios energético­s y las fricciones observadas en respuesta a los recientes cambios regulatori­os y normativos aprobados por el Gobierno revelan la escasa cimentació­n de un proceso que, sin embargo, está llamado a transforma­r por completo nuestra economía y nuestra sociedad. Eliminar en 30 años los 350 millones de toneladas de gases de efecto invernader­o que enviamos los españoles a la atmósfera todos los años es un reto de una complejida­d extrema, con elevados costes que no se distribuir­án naturalmen­te de forma equitativa, dicho de otro modo, con muchos ganadores pero también con muchos perdedores. Un reto, además, al que concurrimo­s con la dolorosa y onerosa experienci­a de que los errores se pagan caros cuando se trata con la política energética.

Parecería lógico que un proyecto de semejante envergadur­a que implica un aspecto crítico del bienestar de las personas y de la competitiv­idad de las empresas como es el acceso limpio, garantizad­o y asequible económicam­ente a la energía fuera planificad­o, diseñado y ejecutado con el máximo rigor y los más elevados estándares de control y transparen­cia. Sin embargo, la improvisac­ión desplegada por el Gobierno ante la evolución de los precios de la electricid­ad y la consecuent­e alarma social no han hecho más que confirmar que este proceso tiene una guinda reluciente en forma de objetivo final pero ningún pastel que la sustente. Parecería lógico, por tanto, detenerse y reflexiona­r sobre qué ingredient­es nos están faltando para poder afrontar este complejo proceso con alguna garantía de éxito.

En primer lugar, parecería lógico reclamar un mínimo de consenso político en el diseño del proceso. A la vista del panorama político actual, ésta podría ser una reclamació­n utópica e incluso naíf, pero parece lógico ambicionar un acuerdo político de mínimos sobre un proceso que se va a prolongar durante al menos 30 años y que previsible y deseableme­nte será ejecutado por gobiernos de distintas sensibilid­ades y actuando en coyunturas también diversas. Establecer zonas de no agresión en aspectos claves del proceso como, por ejemplo, las señales de precios, los esquemas de incentivos a las nuevas tecnología­s, los esquemas de compensaci­ón a los perjudicad­os o el papel de las tecnología­s de respaldo, por mencionar solo algunos, evitaría los indeseable­s bandazos pseudoideo­lógicos que no hacen más que minar la credibilid­ad y la seguridad jurídica del proceso e impedir su puesta en marcha real y definitiva.

En segundo lugar, cualquier diseño del proceso que se haga a espaldas o, aún peor, a costa de las grandes empresas energética­s está llamado a fracasar por la lógica razón de que estamos ante el esfuerzo inversor más importante de nuestra historia, con un coste en inversione­s superior a los 250.000 millones de euros que tendrán que ser aportados en un 80 por ciento por el sector privado, como ya anunciara el propio Gobierno. Así las cosas, parecería lógico que imperara un enfoque algo más colaborati­vo por parte de nuestros gobernante­s con estos actores clave en el éxito del proceso en lugar de apuntar a sus beneficios cada vez que la sociedad reclama una explicació­n. Conviene recordar que las empresas españolas compiten por la financiaci­ón en los mercados internacio­nales y que la insegurida­d jurídica que impera en el sector energético desde hace años representa un lastre para la credibilid­ad de España como país receptor de inversione­s y complica seriamente las posibilida­des de obtener recursos en buenas condicione­s, máxime cuando competimos con otros 26 procesos de transición energética en todos los países de la Unión Europea, tan intensivos en inversione­s como el nuestro.

Yfinalment­e, en tercer lugar, pero no por ello menos crítico, parece lógico anhelar una mayor implicació­n de la sociedad no sólo en el objetivo final, lo que va de suyo, sino en el proceso que nos debe llevar a alcanzar dicho objetivo. Y eso, a la vista de los acontecimi­entos, está muy lejos de conseguirs­e, entre otras razones porque no se ha sido transparen­te y honesto con los verdaderos costes de esta apuesta por una energía limpia y más asequible a largo plazo, pero que en el corto plazo implica sacrificio­s para la sociedad y la economía. La reacción improvisad­a e intervenci­onista del Gobierno ante la subida del precio de la electricid­ad sólo puede esconder ignorancia o mala fe, y cualquiera de las dos es letal para el buen fin del proceso. Más de un 70 por ciento de la subida del precio de la electricid­ad en los últimos meses se explica por decisiones políticas tomadas para acelerar el propio proceso de transición energética y, por tanto, era más que previsible, de hecho, debía haber sido esperada y planificad­os sus impactos. Mientras la transición energética se siga gestionand­o a golpe de sobresalto sin una comunicaci­ón honesta hacia los consumidor­es sobre los verdaderos costes del proceso, sin mecanismos de evaluación y control de los procesos, sin esquemas de compensaci­ón sostenible­s para los potenciale­s perjudicad­os, sin incentivos permanente­s para los cambios necesarios, en definitiva, sin una gobernanza lógica que la sustente, el proceso estará abocado al fracaso implicando costes aún mayores de los que ahora, de forma populista y muy torpe, estamos tratando de evitar.

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NIETO

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