Macedonia: de la independencia a la interdependencia
Para quienes formamos parte de una de las naciones más antiguas de Europa y llevamos en la cartera el pasaporte de un Estado cuya fecha de nacimiento –¿la toma de Granada? ¿La conversión de Recaredo?– se calcula con un margen de error de más/menos mil años, cumplir treinta de independencia –como hoy hace Macedonia del Norte– puede parecer una minucia. Pero para un Estado nacido en una época tan trágica como la década de los noventa y en un contexto geográfico tan complejo como el de los Balcanes, llegar a esta edad no ha resultado nada sencillo.
Para empezar, porque en estas tres décadas de vida Macedonia del Norte ha tenido que hacer frente a todos y cada uno de los retos que por definición deben afrontar los estados de nueva creación –dotarse de un marco constitucional aceptable para todos, proveerse de instituciones de autogobierno medianamente eficaces, construir un sistema de partidos estable– más todos aquellos que globalmente hubieron de afrontar las naciones de la antigua Yugoslavia que devinieron estados a comienzos de los noventa –superar el legado autoritario del titismo, transitar hacia una economía de mercado, reconstruir unas políticas de vecindad basadas en el respeto mutuo.
Y por si ello no bastara, aquellos que de manera específica se interpusieron entre su voluntad de independencia y su capacidad para ejercerla. Me refiero a los problemas derivados de la peculiar conformación étnica del país, un tercio de cuyos ciudadanos tienen origen albanés y muchos de los cuales mantienen respecto de la recién conquistada estatalidad una actitud de ambivalencia; a los derivados del permanente cuestionamiento de su identidad nacional, que los gobiernos de la pasada década trataron de consolidar, a base de mármol y de polémica, sobre la supuesta solidez del mito alejandrino; de su profunda crisis económica, traducida en una constante sangría de jóvenes que deciden perseguir en otros lugares de Europa los sueños que Macedonia no está en condiciones de garantizarles; y de su conflictiva relación con todos y cada uno de sus vecinos, de la que ‘la disputa del nombre’ con Grecia, momentáneamente superada con el Acuerdo de Prespa, constituye el ejemplo más acabado.
Pero seguramente tampoco la palabra ‘independencia’ signifique lo mismo para uno de los cuatro grandes de la Unión Europea que para un Estado que todavía hoy sigue infructuosamente tocando a sus puertas. Y es que, soflamas aparte, a lo que Macedonia y el resto de los estados balcánicos aspiran no es sino a una razonable, respetuosa, enriquecedora y leal interdependencia con el resto de los Estados europeos, que le permita integrarse en el magno proyecto iniciado en 1957 en Roma, sin renunciar a los ideales que inspiraron el levantamiento de Ilinden de 1903 y que actualizó el referéndum de independencia de 1991. Se equivocan, pues, quienes obsesionados por mitos de otra época o por prejuicios que solo existen en sus mentes, siguen pensando que la incorporación de los Balcanes a Europa únicamente servirá para arrastrar sus viejos conflictos hasta nuestras propias puertas. Pero también quienes piensen que el señuelo de la integración servirá eternamente para mantener a estas naciones orbitando alrededor de un polo que las sigue rechazando, cuando tantas otras superpotencias –China, Rusia, Turquía– aspiran a expandir hasta aquellas puertas, o más allá, sus respectivos ámbitos de influencia.