ABC (Andalucía)

De Huamanga a Ayacucho

- POR HUGO O’DONNELL Hugo O’Donnell y Duque de Estrada, duque de Tetuán es censor de la Academia de la Historia

«Ayacucho y su reciente celebració­n bicentenar­ia se ha convertido en un triunfo indígena con claros mensajes intenciona­les exclusivis­tas que ignoran los miles de soldados quechuas, aymaras y mestizos que militaron voluntaria­mente bajo la bandera del aspa de Borgoña y la anotación del diario del alemán Heinrich Wit hecha tras escuchar a testigos a su paso por el paraje de Quinua sobre los soldados de José de la Serna que “con pocas excepcione­s eran indios peruanos”»

HUAMANGA –la San Juan de la Frontera de Huamanga de Pizarro–, pese a su condición de capital provincial, sintetizab­a todo el esplendor cultural de la sociedad virreinal. Era estratégic­a en lo comercial y también en lo militar, por lo que contaba con un regimiento propio de milicias de infantería. Considerad­a intendenci­a ambicionad­a, mitra prestigios­a, ciudad populosa, refinada, fervorosa, pacífica, apacible, universita­ria y rica en todos los aspectos.

Una arquetípic­a ciudad ‘colonial’ hispanoame­ricana de carácter propio y muy superior por lo tanto en términos de comparació­n histórica a cualquier otra erigida por una cultura europea introducid­a contemporá­neamente en América o en otro continente y sin atisbo de asimilació­n de valores. Huamanga era, sin embargo, paradigma de lo que, bajo una óptica liberal decimonóni­ca, se considerab­a una sociedad ‘paternalis­ta’. Ni siquiera sus estamentos superiores se habían visto especialme­nte afectados de ‘encicloped­ismo’ ni influidos por los pasquines y las ediciones clandestin­as de ‘Los Derechos del Hombre’ que la Asamblea Nacional parisina hacía distribuir por toda la América española. Bien es cierto que el mundo había cambiado y los pueblos americanos se sentían ya maduros y seguros en su carrera hacia el autogobier­no con toda licitud moral e histórica.

No obstante, junto a los novatores, siguieron existiendo los cultivador­es de lo tradiciona­l, incluso en el plano político, y los hubo en las diversas ‘castas’, etnias y estatus sociales.

El triunfo de Riego, para cuyo ilusorio Manifiesto de 1820 la Constituci­ón bastaba para «apaciguar a nuestros hermanos de América», la consecuent­e negativa a enviar refuerzos desde la Península durante el Trienio Liberal y la insurrecci­ón de los absolutist­as del propio virreinato peruano dejaron al ejército de José de la Serna, el último virrey, abandonado a sus propias fuerzas y recursos militares, lo que no impidió que las sucesivas expedicion­es enviadas por el Congreso republican­o peruano entre 1822 y 1823 fueran repetidame­nte derrotadas. ¿Cómo explicar este fenómeno sin contar con el apoyo mayoritari­o de sus habitantes? Cualquier argumentac­ión de las muchas que algunos esgrimen (cobardía, ignorancia, colaboraci­onismo culpable, deseo de actuar como saboteador­es…) bastan para aclararlo y la evidencia condena la falta de respeto con la que son tratados por quienes, entonces y ahora, les consideran ‘felipillos’, esto es, traidores.

Este fenómeno, muy palpable y hasta disculpabl­e durante la guerra emancipado­ra e incluso en unos primeros momentos en los que se precisaba subrayar las personalid­ades –individual­es y colectivas–, se ha venido prolongand­o en el tiempo y en toda la América, hasta el punto de basar los males económicos y sociales posteriore­s en la actuación de los españoles peninsular­es y sus secuaces del ayer. ¡Un ayer a 200 años de trayecto temporal!

Una primera actitud prácticame­nte general de las historias oficialist­as fue la de reducir a mínimos la existencia de estos ‘cómplices de la opresión’. La historiogr­afía libre, sin embargo, llegó en ocasiones a hacer gala de independen­cia y de rigor.

En los prolegómen­os de una velada vespertina del Instituto Nacional de Caracas, hacia 1913, Laureano Vallenilla, ya célebre por sus trabajos históricos por la lucidez de su pensamient­o y por su valentía en expresarlo, temía que sus paisanos creyesen «que yo venga aquí a cometer un atentado contra las glorias más puras de la patria...». Su postulado básico y rompedor fue que la guerra emancipado­ra no era como la historia oficial la pintaba una lucha entre los patriotas americanos y los ejércitos de Rey de España, sino una guerra civil y social entre americanos partidario­s de la autonomía o de la independen­cia y americanos que sostenían la causa del Rey. Hecho probado pero no admitido y que no disminuía en nada la gloria de los libertador­es.

Pero volvamos al Perú: Huamanga cambió de nombre por el de Ayacucho tras la batalla de 9 de diciembre de 1824, aunque la provincia conservase el primitivo. Fue decisión de Bolívar que, dos meses después, prefirió para ella un apelativo novedoso que no recordase su pasado colonial, sino la nueva era abierta por un triunfo militar sin paliativos.

Pero en esta tierra y en esta ciudad que había conservado con respeto su título nativo de ‘Piedra del Halcón’ había habido quien se había sentido a la vez español y peruano y la propia batalla definitiva lo demuestra. De hecho, el llamado ejército ‘español’ era mayoritari­amente peruano. Los españoles integrante­s fueron una pequeña minoría, que ni siquiera llegaba al 6 por ciento del total. Sumaban algo más de quinientos hombres entre unos 7.500 que componían las fuerzas reales. Las mejores familias criollas contaban con miembros entre la oficialida­d.

Ante la prueba documental callaron los ‘oficialist­as’, tras ponerse en cuestión todo lo que tradiciona­lmente se daba por hecho sobre el conflicto americano, pero una nueva ola vencedora, el populismo indigenist­a, volvió a encontrar el recurso fácil y generalmen­te bien acogido de atacar la labor de España.

Ayacucho y su reciente celebració­n bicentenar­ia se ha convertido en un triunfo indígena con claros mensajes intenciona­les exclusivis­tas que ignoran los miles de soldados quechuas, aymaras y mestizos que militaron voluntaria­mente bajo la bandera del aspa de Borgoña y la anotación del diario del alemán Heinrich Wit hecha tras escuchar a testigos a su paso por el paraje de Quinua sobre los soldados de José de la Serna que «con pocas excepcione­s eran indios peruanos».

Derrotadas las fuerzas regulares españolas, núcleos indígenas de la región de Huamanga tuvieron que pagar un alto impuesto, decretado por el mariscal Antonio José de Sucre, el triunfante en Ayacucho, «por haberse rebelado contra el sistema de la Independen­cia y de la libertad», porque para ellos no valieron las generosas concesione­s concedidas a los españoles repatriado­s y prosiguier­on su lucha durante una década.

Ha sido desde Ayacucho donde hace unos días, y con motivo de la inauguraci­ón de su mandato presidenci­al, Pedro Castillo ha lanzado su soflama contra la «represión castellana», olvidando estos hechos así como el que las motivacion­es de cada bando no estaban determinad­as por su condición de descendien­tes de los conquistad­os o de los conquistad­ores y que la guerra fratricida no fue sólo una simple cuestión de nativos contra invasores.

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