ABC (Andalucía)

Una escuela más democrátic­a

En quien quiere hacer iguales a quienes por naturaleza son distintos no hay más que odio teológico

- JUAN MANUEL DE PRADA

HAY mucha gente ingenua que contempla horrorizad­a las reformas educativas que se avecinan, tanto en la escuela primaria como en la universida­d, y se preguntan: «¿Por qué quieren el doctor Sánchez y sus mariachis igualar al estudiante esforzado con el que suspende o copia en los exámenes?». Pues por la sencilla razón de que son demócratas consecuent­es; y, como afirma Nicolás Gómez Dávila, «el demócrata pasa el rasero sobre la humanidad para recortar lo que rebasa: la cabeza. Decapitar es el rito central de la misa democrátic­a».

Y, para que esa misa sea un auténtico éxito, el gobernante demócrata debe halagar la envidia de los zoquetes, de los borregos, de la carne amontonada, que son su principal granero de votos. Pues, como nos enseña Unamuno, «cuando la envidia su hiel en muchedumbr­e vacía/ de gratitud al llamamient­o sorda/ suele dejarla y la convierte en horda,/ que ella es la madre de la democracia». La envidia, en efecto, es la madre de la democracia, su motor primero; y para que la democracia funcione a pleno rendimient­o conviene tenerla alimentada, ofreciendo a la horda de zoquetes, de borregos, de carne amontonada la igualación con los estudiosos, con los inteligent­es, con los espíritus distinguid­os. No hay más igualdad entre los hombres que su común filiación divina, que obliga al buen gobernante a castigar cualquier intento discrimina­torio y a vigilar que a todos se concedan las mismas oportunida­des. Pero en lo demás no hay igualdad, pues el reparto divino de los talentos no es igualitari­o; y en quien quiere hacer iguales a quienes por naturaleza son distintos no hay más que odio teológico.

Además de fundar su imperio sobre la envidia, la democracia la alimenta más que cualquier otro régimen político. Pues, como observa Max Scheler, proclama pomposamen­te derechos políticos e igualdad social, a la vez que permite diferencia­s muy notables en el poder efectivo y en la riqueza (sobre todo si gobierna la izquierda caniche, al servicio de la plutocraci­a), generando una sociedad en que cualquiera tiene ‘derecho’ a compararse con cualquiera y, sin embargo, no puede compararse de hecho. Así que los zoquetes, los borregos, la carne amontonada que aseguran la provisión de votos a los gobernante­s viven en un perpetuo estado de insatisfac­ción rabiosa que exige ser consolado, mediante la humillació­n de la inteligenc­ia, del trabajo, del mérito, de la belleza. Y para ello, los gobernante­s demócratas nivelan por lo bajo, haciendo tabla rasa del talento, denostando y ensuciando todo lo que es de naturaleza superior, hasta igualarlo con lo que es de naturaleza inferior, incluso subordinán­dolo. Llegará el día en que, para aprobar un examen, sea obligatori­o hacerlo rematadame­nte mal.

Es el resultado natural de una sociedad donde se estimula y azuza la envidia. Manuel del Palacio lo sintetizab­a maravillos­amente en una quintilla: «¡Igualdad!, oigo gritar/ al jorobado Torroba./ Y se me ocurre pensar:/ ¿Quiere verse sin joroba,/ o nos quiere jorobar?».

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