Por quién doblan las campanas
Jamás la muerte ha llegado a tener un carácter tan impersonal
EL 3 de junio de 1963 sonaron por la tarde las campanas de la iglesia de San Nicolas de Bari. Anunciaban la muerte de Juan XXIII. Recuerdo a cientos de personas con la cara compungida, algunas llorando, cruzando el paso a nivel del ferrocarril que atravesaba Miranda de Ebro. Bajaban de San Juan del Monte, donde se celebraba la fiesta del santo. Oí muchas veces esas campanas tocando a muerto. Su sonido ha permanecido imborrable en la memoria. Y he pensado a lo largo de muchos años sobre su significado. Recuerdo que leí un texto de Hegel en el que describía cómo se le quedó grabado, cuando era adolescente, el lento tañido desde la torre de la ciudad que comunicaba la muerte del regidor.
Hegel escribió muchos años después que la resonancia de la campana, que definía como «un temblor interno», permanece inmutable durante un largo lapso de tiempo mientras cambian los ciclos históricos y desaparecen las personas. Pero finalmente el metal se agrieta y acaba siendo fundido.
Las campanas expresan a la vez la continuidad de las generaciones y la presencia de la muerte en la existencia cotidiana, cuya fragilidad es puesta en evidencia cuando anuncian el final de una vida, en ocasiones, de un amigo o un conocido. Durante unos minutos, su sonido irrumpe donde quiera que estemos para subrayar que también algún día doblarán por nosotros.
Los tañidos nos recuerdan nuestra condición efímera, pero también exorcizan la presencia del cadáver que muestra el poder contagioso de la muerte y nos produce un estremecimiento de horror. El sonido se desvanece en el aire y esa misma intangibilidad hace más soportable la pérdida.
Hace algunos veranos, estaba sentado en el petril de la Iglesia de Baredo, una parroquia de Baiona, cuando sonó la campana a muerto. No había nadie en los alrededores y era una grabación electrónica. En la puerta del templo, junto al cementerio, había un libro de condolencias abierto. Jamás la muerte ha llegado a tener un carácter tan impersonal.
Decía Lacan que los objetos hacen presente y ausente una cosa a la vez. Y eso es especialmente certero con las campanas, que suscitan sentimientos de alegría o de duelo mientras evocan al mismo tiempo la lejanía de todo ser.
En el catolicismo, las campanas sirven para establecer una conexión entre Dios y los hombres. Pero hay culturas que asocian su sonido a una expresión de la divinidad, de un más allá vedado al conocimiento. Esto es una profunda verdad porque las campanas hacen resonar en nuestro interior registros inconscientes que escapan a la razón.
Podemos escuchar como algo rutinario la señal de un reloj o el sonido de una fábrica que marca el final de la jornada, pero es imposible permanecer indiferente al tañido fúnebre de una campana que señala un reino, infierno o paraíso, de donde nadie ha podido volver.