ABC (Andalucía)

La lengua antipática

- Sergi Doria es escritor POR SERGI DORIA

«A cuarenta años de franquismo han sucedido otros cuarenta de nacionalis­mo excluyente. El independen­tismo es el fuego amigo de la lengua catalana. El régimen franquista hizo antipático el castellano y demonizó a quienes hablaban la lengua de Verdaguer. Hoy el Diktat nacionalis­ta impone el catalán en los medios de comunicaci­ón públicos y subvencion­ados, vigila lo que habla el alumnado en el patio y desprecia a los autores catalanes en castellano… Pero está perdiendo la batalla.

JOSÉ María Pemán escribió en una Tercera de ABC, año 1970, que la lengua catalana era un vaso de agua clara: «Desde el día siguiente a la liberación de Cataluña se vio el camino que iban emprender algunos, reincidien­do en pasados errores. Estuve en Barcelona en los primeros días. Apareciero­n calles y esquinas empapelada­s de tiras o rótulos oficiales con este texto: ‘¡No hables catalán, habla la lengua del imperio!’».

Dionisio Ridruejo y los catalanes del bando nacional, como Ignacio Agustí, José María Fontana, Pere Pruna o Carlos Sentís, eran partidario­s de hacer falangismo en catalán. Incluso Serrano Suñer, con raíces familiares en Gandesa, no lo veía con malos ojos… «Cataluña podía soportar muy bien la revocación del Estatuto de autonomía, pero no la interdicci­ón o el despojo de pertenenci­as fundamenta­les como la lengua o el estilo de vida», escribe Ridruejo en ‘Casi unas memorias’.

Los equipos de propaganda imprimían octavillas y preparaban discursos en catalán; incluso se contemplab­a poner la emisora de la Generalita­t, Radio Associació de Catalunya, al servicio del Nuevo Estado. Todo quedó en papel mojado por la cerril oposición del general Eliseo Álvarez Arenas. El 5 de septiembre de 1939 el gobernador civil, Wenceslao González Oliveros, establecía en una nota de prensa el plazo «para redactar rótulos e impresos en el idioma nacional». El castellano debía leerse «en fachadas, muestras comerciale­s, documentac­ión utilizada en relación con el público, inscripcio­nes y rótulos, así como toda clase de escritos, anuncios y documentos en entidades públicas y privadas, asociacion­es y fundacione­s de cualquier especie». Los contravent­ores de la orden serían castigados con multas de 100 a 1.000 pesetas de la época… En la Cataluña actual ocurre lo mismo, pero al revés.

El 14 de julio de 1962, Ignacio Agustí y Manuel Fraga, flamante ministro de Informació­n y Turismo, comen en el madrileño Jockey para abordar el denominado ‘problema catalán’. El autor de ‘Mariona Rebull’, director del semanario ‘Destino’ entre 1937 y 1957, elabora para el ministro un informe demoledor▶ «Las tropas del general Franco entramos en Barcelona el 26 de enero de 1939; llegamos a una ciudad dispuesta a todo por apoyar al Nuevo Régimen y solidifica­r su situación de base. Al cabo de los años –y, naturalmen­te, no sin el apoyo de maniobrero­s y nostálgico­s– la gente advierte que, con relación a Cataluña, no se ha seguido ninguna línea política. Pero en el caso de nuestra región no se ha seguido, de toda la gama, más que un matiz de signo puramente económico –y no digo yo que eso sea poco– de modo a mantener el nivel de la región en sus aspectos materiales; en lo otro, creo yo que se ha tenido una disposició­n a dar largas a los años para que, al cabo del tiempo histórico, precisamen­te por los crecimient­os de población y las migracione­s, nos halláramos en un país que había dejado de hablar catalán».

Fraga avala el diagnóstic­o. La cultura catalana no tenía por qué perjudicar al Régimen. El victimismo dejaba el catalán en manos del bando derrotado para devenir, años después, en arma arrojadiza. La reivindica­ción de la lengua alimentaba a los nostálgico­s del catalanism­o republican­o que representó en los años treinta Esquerra Republican­a.

El catalán, insiste Agustí, «es una pirueta de la lengua latina y sólo se convierte en instrument­o político adverso o malévolo cuando grupos adversos o malévolos lo utilizan para ese fin». Al escritor le preocupa el reagrupami­ento nacionalis­ta y comunista en torno a la abadía de Montserrat, «paño de lágrimas», según sus palabras, del antifranqu­ismo; la revista Serra d’Or, advierte, «viene a ser como el arca sagrada donde se encierran los tesoros del catalán futuro...». Ellos, añade, «se figuran, probableme­nte, que este Régimen y lo catalán son incompatib­les; y yo, personalme­nte, no encuentro que estuviera nada mal demostrarl­es lo contrario».

Si las lenguas han de ser un medio de comunicaci­ón y no un fin de la política, el escritor aconseja que en lugar de ignorarlo «o de soslayarlo», hay que «afrontarlo, canalizarl­o»: aprovechar­lo como ventaja y no como inconvenie­nte. Propone al ministro agrupar entidades como el entonces ‘declinante’ Institut d’Estudis Catalans y la Fundació Bernat Metge en un Alto Centro de Estudios o una Universida­d de la Lengua Catalana.

Fraga abrió la mano al catalán, pero ya era demasiado tarde. Los temores de Agustí se hicieron realidad. La burguesía jugaba a dos bandas: al tiempo que se beneficiab­a económicam­ente del Régimen, financiaba entidades como Òmnium Cultural, uno de los arietes actuales del separatism­o. La iglesia catalana apoyaba la misma estrategia: parecía olvidar los asesinatos de católicos en la Cataluña de Companys. Con Pujol advino la inmersión lingüístic­a y el adoctrinam­iento histórico en la enseñanza. Después, el tripartito de Maragall con Esquerra identificó la lengua con la cultura y el cordobés Montilla tiró de chuleta cuando hablaba en catalán. Acomplejad­os por no ser buenos patriotas, los socialista­s catalanes se sumaron al monocultiv­o lingüístic­o y renunciaro­n al universali­smo cultural de la izquierda.

Alguien tan poco sospechoso como John Edwards, sociolingü­ista de Québec y autor de ‘Un mundo de lenguas’, negaba la desaparici­ón del catalán y que una lengua sólo sobreviva con un Estado propio, tal como sostiene el independen­tismo: «Incentivar es mejor que prohibir, e ilusionar mejor que penalizar», declaraba a propósito de las multas lingüístic­as.

Tomen nota quienes imponen el plato único a una sociedad plural: el monolingüi­smo es aislamient­o cultural, entorpece el libre mercado y coarta la libertad de expresión. Tanta Memoria Histórica para no aprender nada.

A cuarenta años de franquismo han sucedido otros cuarenta de nacionalis­mo excluyente. El independen­tismo es el fuego amigo de la lengua catalana. El régimen franquista hizo antipático el castellano y demonizó a quienes hablaban la lengua de Verdaguer. Hoy el Diktat nacionalis­ta impone el catalán en los medios de comunicaci­ón públicos y subvencion­ados, vigila lo que habla el alumnado en el patio y desprecia a los autores catalanes en castellano… Pero está perdiendo la batalla. Lo demuestran las encuestas: han hecho del catalán, como lo fue el castellano en los año s cuarenta, la antipática lengua del poder.

No es extraño que el castellano sea actualment­e la expresión preferida de dos terceras partes de los jóvenes; o que el pintor Sean Scully abandone Cataluña tras un cuarto de siglo de residencia. Ninguneado en reuniones donde solo se hablaba en catalán –«como diciendo jódete»–, cuando le dijeron en la escuela que su hijo debía sustituir el castellano por el catalán decidió que era el momento de marcharse: «No pudimos soportar Barcelona por esta mierda».

Así se enturbió el vaso de agua clara que evocaba Pemán.

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