ABC (Andalucía)

Silencio social de Dios

- POR OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL Olegario González de Cardedal es teólogo

«Hablar en vano es hablar desde la insolencia o inconscien­cia, la rutina, la mera costumbre, la cháchara, los intereses humanos. Solo así nuestra palabra creyente podrá ser oída como expresión de fe y amor tanto a Dios como al prójimo. Esta es una tarea sagrada hoy en España: proferir el nombre de Dios en aquel tono de verdad y de sobriedad que dejen percibir nuestra palabra como naciendo de la abertura al Misterio divino, que funda y conforma nuestro ser humano»

UNO de los hechos más sorprenden­tes de la sociedad española actual es la desaparici­ón de la palabra ‘Dios’ del espacio público, como si un vendaval la hubiera arrojado fuera de las conciencia­s y del vocabulari­o, sin razón aparente para tal marginació­n, silenciami­ento o rechazo. La palabra, las palabras, son constituti­vas del ser humano, con las que usamos y las que callamos, nos decimos y decimos a los demás, lo que somos, creemos, esperamos. ¿Quién no recuerda con lágrimas aquel acto funerario oficial en memoria de las víctimas del Covid sin explicitac­ión de la dimensión religiosa del destino del hombre, sin referencia o invocación a Dios en el que habían creído tantos de aquellos a quienes se quería recordar y dignificar? ¿Signo de un olvido o desatenció­n para con la sacralidad de la existencia religiosa, que ha sido y sigue siendo signo determinan­te para tantos españoles vivos y muertos?

Cada época se caracteriz­a por la primacía otorgada a unas u otras palabras con las cuales designa y accede a la comprensió­n de los hechos sociales y espiritual­es por los cuales está conmovida, y de aquellas otras que rechaza, oculta o calla. En España tenemos que preguntarn­os hoy porqué ha sobrevenid­o durante los últimos decenios este silencio público sobre Dios. Subrayo la palabra ‘público’, porque en el ámbito privado de la mayoría de los españoles ha permanecid­o indemne. Esta situación está embarazada de peligros porque las conviccion­es personales íntimas no perduran a largo plazo si se encuentran a sí mismas en una diferencia radical con lo socialment­e vigente, dándose una disonancia entre lo que se cree en el ámbito de la intimidad y lo que la mayoría valora y promueve. Al final se terminará reconocien­do solo lo que es considerad­o también como verdad por los demás.

Antes de analizar el que tantos creyentes en espacio público no se atrevan a proferir la palabra Dios habría que comenzar haciendo un estudio sociológic­o riguroso para comprender la extensión de este fenómeno, luego indagar las causas por las cuales ha tenido lugar, y finalmente preguntarn­os por la extensión y límites del lenguaje religioso en una sociedad donde la religión haya dejado de ser una expresión pública y quede recluida en el fondo de las conciencia­s individual­es.

En el diálogo entre el filósofo alemán Habermas y el entonces cardenal Ratzinger ésta fue una de las cuestiones claves. Y esta fue la respuesta concorde▶ ni el creyente puede imponer su lenguaje al increyente ni este a aquel. Ambos están obligados a un esfuerzo de traducción de lo propio al lenguaje común significat­ivo y aceptado en el horizonte de sentido del otro. De entrada ninguno de los dos tiene primacía ni puede imponerlo. Esta tarea es posible porque todos compartimo­s las mismas capacidade­s para reconocer, expresar y valorar los datos fundamenta­les de nuestra existencia. Luego Habermas se ha preguntado en esta línea cómo un no creyente puede acceder a la comprensió­n de las afirmacion­es de los creyentes, por ejemplo a descubrir los fundamento­s a partir de los cuales hablan de Dios. Y lo ha hecho respondien­do a la aspiración común a todos los mortales que no se ciegan ante las preguntas últimas, con un artículo que lleva este título bien significat­ivo en boca de un no creyente como es él: «¿Qué es lo que nos falta a quienes no creemos?».

¿Qué responder cuando se propone olvidar o silenciar durante un tiempo la palabra Dios para limpiarla de la suciedad, sangre y crímenes que han ido unidos a ellas a lo largo de los siglos. El gran pensador judío Martín Buber, uno de los exponentes máximos del personalis­mo y del pensamient­o dialógico, respondió a esta pregunta narrando la respuesta que dio a unos jóvenes universita­rios, quienes le increparon en estos términos: «¿Cómo se atreve usted a decir una y otra vez Dios?». Él respondió: «Si dije esta palabra es porque de entre todas las palabras humanas es la que soporta una carga más pesada. Ninguna ha sido ni tan manoseada ni tan quebrantad­a. Las distintas generacion­es humanas han depositado sobre ella todo el peso de sus vidas angustiada­s hasta aplastarla contra el suelo: allí está llena de polvo y cargada con todo este. ¿Dónde podría yo encontrar una palabra mejor para para describir lo más alto?». Bajo la luz y sombra de esta palabra generacion­es enteras han vivido una historia de amor invocando al más Alto por su grandeza y al más Bajo por su encarnació­n. Le han invocado y han respondido amando a sus hermanos, con la misma compasión y servicio universal que él ejercitó por todos hasta la crucifixió­n. En una clásica ‘Meditación sobre la palabra Dios’, el gran teólogo católico K. Rahner afirma que el día en el que esta palabra fuera acallada y desapareci­era de nuestro vocabulari­o ese sería el día de la real muerte del hombre.

En su réplica a los maniqueos, que presumían de poder hablar de todo pero preferían callar sobre Dios, San Agustín escribe en el inicio de sus ‘Confesione­s’: «¡Ay de los que callan sobre Tí porque no son más que mudos charlatane­s». Él inicia el relato de su conversión invitando al hombre a salir del silencio para alabar, invocar y confesar agradecido a aquel de quien recibe ser y pensar: «Tú mismo, le excitas a ello haciendo que se deleite en alabarte porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

Conocer a Dios le es al hombre necesario y a la vez imposible. Su ser nos desborda y el finito sólo tiene capacidad de conocer y nombrar con verdad al Infinito si este se le manifiesta. Ya Platón afirmaba: «Descubrir al autor y padre de este cosmos es una gran hazaña y explicarle a los demás es casi imposible». Es Dios mismo el que se manifiesta al hombre. Y este le reconoce en la oración y silencio interior. Las mejores religiones y filosofías han hablado del silencio sagrado, en el que el hombre se encuentra consigo mismo, se abre a Dios y puede reconocer su voz. En la historia de la espiritual­idad se ha repetido la fórmula: «Tibi silentium laus=Para Ti nuestro silencio es alabanza». Pero el cristianis­mo es a la vez religión de la Palabra y rechazó siempre los grupos que decían que en el Principio era el Silencio. Por eso San Juan inicia su evangelio con esta afirmación categórica: «En el principio era la Palabra».

Si hemos hablado del silencio social sobre Dios hay que añadir inmediatam­ente que no cualquier palabra, fórmula o alusión a Dios son legítimas. El Catecismo habla del honor de Dios y prohíbe jurar o usar su santo nombre en vano. Hablar en vano es hablar desde la insolencia o inconscien­cia, la rutina, la mera costumbre, la cháchara, los intereses humanos. Solo así nuestra palabra creyente podrá ser oída como expresión de fe y amor tanto a Dios como al prójimo. Esta es una tarea sagrada hoy en España: proferir el nombre de Dios en aquel tono de verdad y de sobriedad que dejen percibir nuestra palabra como naciendo de la abertura al Misterio divino, que funda y conforma nuestro ser humano.

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