El ‘alter ego’ de Somoza
► Con Daniel Ortega, que ha pervertido el sistema democrático de Nicaragua para perpetuarse en el poder, ABC inicia una serie sobre los dictadores de este siglo
Nadie imaginó en 1979, tras el triunfo de la Revolución Sandinista y el desalojo de la presidencia de Anastasio Somoza, que Daniel Ortega, que se hizo cargo de la coordinación de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua (1979-1985), iba a atornillarse en el poder durante décadas. Solo lo abandonaría tras ser derrotado en las urnas por Violeta Barrios de Chamorro en 1990. Para recuperarlo, Ortega no dudó en realizar alianzas antinaturales (como con el presidente Arnoldo Alemán) o representar una boda con Rosario Murillo (su pareja desde 1978 con la que tiene siete hijos), con el fin de congraciarse con la Iglesia. Regresó al poder en 2007 y no se ha apeado de él.
Solo Ortega –y también Murillo– pensaron entonces, aquel 18 de julio de 1979, que su destino estaba escrito y no permitirían que nada ni nadie les desviara de él. Ambos han formado un binomio que ha provocado el terror en Nicaragua durante los últimos años (hay quienes señalan a la poetisa devenida en ‘copresidenta’, en palabras de Ortega, como la responsable de la represión durante las protestas de
2018, que dejó centenares de muertos). Ambos pretenden perpetuarse en sus cargos este domingo. Lo harán tras haber volado todos los puentes hacia unas elecciones democráticas (ya pervertidas en anteriores convocatorias), encarcelando candidatos, apresando líderes de diferentes sectores de la sociedad para evitar el rebrote de movilizaciones, ilegalizando a los principales partidos opositores, y, de paso, deteniendo a antiguos camaradas en la guerrilla, en una especie de afán por saldar viejas cuentas con quienes decidieron enfrentarse a él ante su deriva autoritaria.
Para llegar a esto, Daniel Ortega ha tejido durante meses una estrategia legislativa, avalada por un Parlamento de mayoría sandinista, que pretende maquillar de legitimidad un comportamiento tiránico, que se ha quitado la máscara ante la comunidad internacional.
Pero volvamos atrás, Ortega fue elegido en 1979, por sus compañeros de la Dirección Nacional del FSLN, para liderar el comienzo de una nueva etapa que pretendía salvar al pueblo de Nicaragua de la dictadura que durante generaciones había reprimido al país: los Somoza. La estructura horizontal de egos de la revolución sandinista requería que en la punta de la pirámide estuviera alguien que no rompiera los equilibrios, evitando así desatar la lucha interna de una revolución que ya llegó dividida al poder.
La elección de la palabra ‘coordinador’ no fue casual, según relata el periodista Fabián Medina en su libro ‘El preso 198. Un perfil de Daniel Ortega’. «Fue escogida cuidadosamente para que no ofendiera al resto de comandantes. Se buscó una palabra que no sonara a ‘jefe’, ‘director’, ‘secretario’, aunque en la práctica lo era», señala Medina.
Un miembro de la Junta, Moisés Hassan, explicaba la elección de Ortega, según recoge el periodista, por ser «medio atontado, todo lento y sin haber tenido la relevancia que tenían los otros» comandantes, y por lo tanto un personaje que no despertaba recelos en la fuerte y sorda lucha de egos que había en el seno de la Dirección Nacional. No adivinaron lo que iba a suceder décadas después.
Años en prisión
Tras una breve primera inclinación hacia el sacerdocio, los inicios revolucionarios de Daniel Ortega, que nació el 11 de noviembre de 1945 en una familia modesta católica en un pueblo bautizado como La Libertad, se remontan a su adolescencia. Su militancia en Juventud Patriótica le llevaría, en 1960, a ser arrestado tras cometer sus primeras acciones contra el somocismo. Junto a Carlos Guadamuz, su «amigo de sangre» (la frase es de este y no de Ortega), lazo que se rompería abruptamente años después, se involucraría más tarde en el Frente Sandinista. En 1967 sería detenido por robar un banco (y también por haber participado en el asesinato del sargento y torturador somocista Gonzalo Lacayo). Condenado a 14 años, solo pasó siete años y 42 días en prisión gracias a que fue canjeado, junto a otros presos políticos, tras la toma de rehenes en la residencia de Chema Castillo cuando se celebraba una recepción en honor de Turner Shelton, embajador de EE.UU. en Managua, por parte del Frente Sandinista. Corría el año 1974. Entre los guerrilleros de aquel asalto estaba Hugo Torres, hoy encarcelado por Ortega.
Liberado, partió a Cuba, donde siguió entrenamiento militar. Según Medina, Ortega dejó la cárcel, pero esta no le abandonó a él. En prisión, construyó su círculo más cercano de amistades, conocido como el ‘Grupo de los ocho’, los únicos con los que siguió en contacto ya en el poder, y también con alguno de sus carceleros que ejercieron de escoltas. La desconfianza –que Murillo ha alimentado– es un mal que el dictador padece desde hace años. El líder sandinista también adoptó en prisión manías y «compulsiones sexuales» que le perseguirían toda su vida.
Tras un periplo por varios países, y ya con Murillo de compañera, en Costa Rica se convirtió en unos de los líderes de la Revolución Sandinista –menos heroico de lo que él presume–, cuyo triunfo desembocaría en la Junta y más tarde en la primera victoria del FSLN en las urnas. A su lado, siempre Murillo, consejera reconvertida en «cabeza ejecutiva» del régimen, en palabras de Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente de Ortega entre 1985 y 1990. Más tarde se enfrentaría a él en las urnas, y se convertiría en su enemigo y en víctima de su purga. La Fiscalía de Nicaragua dictó el pasado mes de septiembre una orden de detención contra el escritor.
Poco hábil para las relaciones sociales, con el transcurso de los años Ortega se ha ido aislando cada vez más. Enfermo (en 1994 sufrió un infarto) y denunciado por su hijastra Zoilamérica por abusos sexuales y violación cuando era una niña (Murillo desacreditó a su propia hija, lo que la catapultó a la vicepresidencia), se ha convertido en un hombre a la sombra de su esposa. Adicta al esoterismo, tiene más visibilidad que el presidente y es extremadamente ambiciosa. Junto a su esposo parece querer perpetuar en Nicaragua una nueva dictadura familiar, como fueron los Somoza. Para alcanzarlo, quienes los conocen coinciden en afirmar que tanto Murillo como Ortega están dispuestos a todo, incluso «a dejarse la vida» en mantener el poder.