El tío del saco
La consigna —«odia el delito y compadece al delincuente»— resuena ya hoy, por desgracia, como un arcaísmo suicida
La imagen atroz del alevoso asesino de menores va abriéndose paso, tristemente, en la perceptiva pública, parece que va «normalizándose» entre nosotros. Padres o madres incómodos con la servidumbre paterna que matan a sus hijos bebés o adolescentes, cónyuges celotípicos que vengan en la prole indefensa sus agravios reales o imaginarios cuando no pervertidos que arrasan la inocencia, se suceden sin tregua en esta sociedad tan desquiciada como permisiva, no creo equivocarme si supongo que la mayoría lleva a cabo sus infamias aprovechando el caprichoso permiso que les concede el ingenuo hiperhumanismo penitenciario que la propia Constitución consagra bajo el concepto, tan generoso como cándido, del derecho a la reinserción. En especial los violadores convictos y reincidentes, avalados por el incauto psicologismo de sus responsables carcelarios, ofrecen con frecuencia la noticia de la escabechina solanesca perpetrada en plena vacación del reo.
¿Es realmente sensata la esperanza en la «reinserción» o ese consagrado beneficio, tan filantrópico como demostradamente arriesgado, no pasa de ser una suerte de superstición de un quimérico espíritu más liberal de la cuenta? ¿Tiene sentido desoír el aviso de la estadística que nos pone en guardia frente a la realidad de la reincidencia de esos contumaces? Me consta —tengo eminentes amigos penalistas—que no faltan racionalizaciones para las cuales nuestra normativa penal, comparada con la de otras sociedades democráticas, resulta incluso dura, tanto como abundan paladines de la regeneración que apuestan a ciegas por la redención sistemática del penado. Pero ahí está el hecho aterrador de los violadores en serie o esa canalla —no siempre irresponsable por enajenación mental— que encuentra su depravado delite o quizá su desquite en el sacrificio de criaturas indefensas, en tantas ocasiones, insisto, aprovechando la lenidad del reglamento penitenciario.
Hoy predomina el criterio bienintencionado de la presunción redentora olvidando la amonestación shakespiriana que tildaba de asesina a la clemencia temeraria. Un asesino reincidente no es sólo un fallo sino un fracaso radical de la Justicia. Y ésa es la razón que funda moral y éticamente la idea de la «prisión perpetua», no inspirada en el espíritu de venganza, sino sostenida por el criterio de prudencia, a la que se opone —incluso apellidada paradójicamente como «revisable»— un altruismo empecinado que comparte a ciegas la responsabilidad del depredador. El «tío del saco» anda suelto para solaz de las buenas conciencias. La consigna de Concepción Arenal —«odia el delito y compadece al delincuente»— resuena ya hoy, por desgracia, como un arcaísmo suicida.