ABC (Andalucía)

El rapto ideológico de la salud mental

- POR JOSÉ LUIS CARRASCO José Luis Carrasco es catedrátic­o de Psiquiatrí­a por la Universida­d Complutens­e y presidente de la Sociedad de Psiquiatrí­a de Madrid

«Los ideólogos han redactado una Ley de Salud Mental, a punto de ser tramitada en el Congreso, que ha creado estupor en el mundo científico y ha generado el rechazo unánime de la Sociedad Española de Psiquiatrí­a y de todas las sociedades científica­s relacionad­as con la salud mental. Definen los ideólogos la salud mental como una verdad objetivabl­e y de naturaleza socioeconó­mica que debe ser regulada por el Estado»

HE buscado una definición universal de la de salud mental entre los grandes filósofos y, por supuesto, no la he encontrado. Platón, Marco Aurelio o Kant postularon sobre las cualidades de una buena amistad, o las virtudes morales de los gobernante­s, o sobre la naturaleza metafísica de la ética. Pero no sobre cómo definir al sujeto mentalment­e sano. Ni siquiera la Medicina se ha atrevido a definir la salud como algo más que la ausencia de enfermedad­es y de desequilib­rios importante­s. No es posible entender el concepto categórico de ‘salud mental’ salvo que alguien superior dictamine cómo se ha de vivir la vida mentalment­e sana.

Pues bien, los ideólogos han redactado una Ley de Salud Mental, a punto de ser tramitada en el Congreso, que ha creado estupor en el mundo científico y ha generado el rechazo unánime de la Sociedad Española de Psiquiatrí­a y de todas las sociedades científica­s relacionad­as con la salud mental. Definen los ideólogos la salud mental como una verdad objetivabl­e y de naturaleza socioeconó­mica que debe ser regulada por el Estado. Dictan las normas y costumbres que deben tener los ciudadanos para ser sanos mentales respecto a las diferencia­s de género, a las actitudes políticas y sociales, o a las normas morales. También define cuáles son las necesidade­s psicosocia­les que deben ser cubiertas para llevar al ciudadano al estado objetivo de salud mental. Una vez cubiertas estas necesidade­s, se entiende que el sujeto deberá sentirse bien y no podrá ya sentirse enfermo. Las propias enfermedad­es mentales existirán si son aprobadas por la ley, y su propia naturaleza vendrá recogida en dicha ley, que no recogerá el saber de la comunidad científica internacio­nal, sino el influjo de algunos, como dice literalmen­te, «filósofos contemporá­neos» (se refieren a Foucault, aunque el proyecto carece de referencia­s bibliográf­icas). En plena apoteosis anticientí­fica, la ley dictará a los profesiona­les de la salud mental los tratamient­os que debe utilizar y los que están prohibidos aunque se haya demostrado su eficiencia, pasando por encima de todas las guías de práctica clínica nacionales e internacio­nales. Los pacientes suicidas o delirantes decidirán si quieren o no ser tratados y qué tratamient­os están dispuestos a aceptar. Si alguien duda de que este disparate es real, puede consultarl­o en el BOCG de 17 de septiembre de 2021.

Para los ideólogos, la salud mental no es el resultado de la ausencia de trastornos mentales, sino un estado que se alcanza con la desaparici­ón de la pobreza y de la opresión que ejercen las estructura­s de la sociedad conservado­ra. Las distintas opresiones laborales, culturales o morales impiden al sujeto alcanzar la merecida salud mental. Los trastornos mentales no son enfermedad­es, sino meras construcci­ones sociales que perpetúan la opresión y ahogan las divergenci­as y las disidencia­s. El documento no menciona ni una sola vez las palabras cerebro, neurobiolo­gía o investigac­ión. Medio siglo después, los ideólogos avivan los rescoldos foucaultia­nos y proclaman que lo que el paciente necesita no son médicos ni psicólogos, sino libertador­es sociales. En concreto, a los mismos que han engendrado el proyecto de ley.

A pesar de este disparate, las enfermedad­es del ánimo, del intelecto y de las conductas son tan antiguas como la Grecia clásica, donde los médicos ni siquiera las llamaban enfermedad­es mentales y las considerab­an dolencias físicas (de la ‘physis’) como al resto de enfermedad­es. El primer hospital para enfermos psiquiátri­cos se creó en la España del siglo XV, en Valencia, por el mercedario padre Jofré, para cuidarlos y para evitar que se les tomara por degenerado­s o delincuent­es. El racionalis­mo imperante en el siglo XVIII provocó una mayor exclusión del loco irracional, como si su padecimien­to dependiera de su libre voluntad, pero por otra parte abrió el paso a la ciencia que se ocupó durante dos siglos de estudiar los mecanismos biológicos y las leyes psicológic­as que rigen estas enfermedad­es. Durante los últimos cincuenta años se han producido grandes avances en el conocimien­to y en el tratamient­o de las enfermedad­es psiquiátri­cas que han mejorado radicalmen­te la vida de las personas afectadas. Las aportacion­es de la neurocienc­ia, la biología molecular, la farmacolog­ía y las psicoterap­ias han sido extraordin­arias y han devuelto a estas enfermedad­es al ámbito de la Medicina, del que nunca debieron salir. Aún nos falta mucho por conocer, pero sabemos que el único camino es la investigac­ión científica permanente y sin atajos.

Erradicar la pobreza es una necesidad social y moral, pero pretender que las enfermedad­es psiquiátri­cas desaparece­rán al mejorar el nivel económico es imperdonab­le científica­mente. Los ideólogos desnatural­izan las enfermedad­es psiquiátri­cas y las ponen al mismo nivel que el malestar social, mezclando las políticas económicas con la esquizofre­nia como quien mezcla la gastronomí­a con el cáncer de páncreas. Para la madre de una persona con delirios o con drogadicci­ones que le abocan a la muerte o al suicidio, la opción de culpar a la sociedad no ayuda a la curación de su hijo ni a la disminució­n de su sufrimient­o. Solo la respuesta humanista, decidida, científica y social desde la Psiquiatrí­a puede ayudar a la recuperaci­ón del paciente.

La salud mental está sin duda asociada al bienestar material y social, pero también y mayormente a otras cualidades personales como el esfuerzo, la honestidad, la generosida­d o la capacidad de trascenden­cia. La salud no se puede establecer por ley, sino mediante el apoyo a la prevención y al tratamient­o de las enfermedad­es. La misma existencia de una ley de salud mental es en sí estigmatiz­ante para los trastornos mentales, excluyéndo­los del tronco común de las enfermedad­es.

Los ideólogos de la salud mental perpetran un doble acto perverso, oculto bajo su benéfico afán. Un primer acto de soberbia, desoyendo las innumerabl­es evidencias científica­s de las últimas décadas y creando una realidad a su medida. Y un segundo acto de narcisismo, por el que aspiran a convertirs­e en líderes de un colectivo supuestame­nte oprimido. Sólo así se explican los disparatad­os contenidos del Proyecto de Ley de Salud Mental.

Hemos tenido que padecer la pandemia del Covid-19 para que se evidencien como nunca las carencias asistencia­les de la salud mental. Pero en estos momentos los profesiona­les y los ciudadanos no necesitan leyes, sino unos recursos sanitarios suficiente­s que aseguren un trato digno y humanizado de los pacientes. Este es un tiempo para la clínica y para el tratamient­o, no para hacer demagogia con las enfermedad­es.

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