Interlocutoras
Emilia la imagina, la proyecta, la saca del folio y de la tele
HAY que agradecer a Emilia Landaluce que animara a escribir a Rosa Belmonte. Rodeados como estamos de buribunks schmittianos («Escribo, luego existo; ¡publico, luego existo!») Belmonte pasa de libros, aunque no deje de escribir. Tanto que siempre pensé que Rosa Belmonte eran dos, que había detrás un colectivo. ‘Sobre nosotras, sobre nada’ está escrito a cuatro manos, las que parece tener ella.
El columnismo español (solo la palabra ya estremece) es deudo de D’Annunzio, no por fascista, que también un poco, es dannunziano por la leyenda según la cual el poeta se habría hecho quitar dos costillas para llegarse mejor, para poder alcanzar el autoamor, el autoerotismo, la automamada.
En este contexto de descostillados, Rosa parece neoyorquina de Murcia, siberiana o del Congo Belga. Su ausencia de énfasis, sentimentalismo, tremendismo y ego es marciana.
Me perdonará Emilia que considere el suyo un libro sobre Rosa, para mejor conocerla. Interpretarlo así: un canto de amistad que la abre a sus lectores, que descubrimos más de una mujer hermética. Belmonte esconde el yo en sus columnas. Las compone con literatura anglosajona y televisión, de un modo similar a como Ruiz Quintano lo hace con píldoras de filosofía política y periodismo español del siglo XX. Quizás haya algo generacional, un eco de los novísimos y su expresión con materiales culturales, y algo de la casa, un estilo que no es casual echara raíces en ABC.
La elegancia le impide a Rosa Belmonte explotar los yacimientos de dolor e indignación; pudorosa, los deja para otros. Su reino es el ingenio. El ‘wit’ de sus adoradas escritoras anglosajonas tocado con ese deje suyo de almodovarismo murciano, distinto, que conocemos ahora un poco mejor por lo que escribe de la madre («A mi madre no le gustaban ni los hombres ni los perros») junto a algo propio, infuso, que absorbe de la tele. «La patria no es la infancia sino la televisión de la infancia». Por el libro imaginamos a la niña murciana jugando al béisbol (Yogi Berra y Bárbara Rey), a la integrante del equipo de futbito de Las Mónadas, a la interna que observa a la hermana Anita repartir hostias como diosa hindú.
Ahora enternece su conversión al amor perruno. «Voy al Retiro y veo perros, como una ‘perrerasta’». Rosa es misántropa, solitaria y huye de Cumbres Borrascosas y de señores pesados. Por eso nunca me habría atrevido a preguntarle nada, y agradezco a Emilia que la animara y fuera más allá, pues lo más hermoso que el libro dice sobre ella lo escribe Landaluce en su capítulo final. Emilia la imagina, la proyecta, la saca del folio y de la tele. Porque en las maneras elusivas de nuestra columnista, pantalla es pantalla: «Mi madre se murió entre Rocío Dúrcal y Rocío Jurado. Cuando se muere la madre de Tony Soprano, al final del episodio Tony llora. Pero lo hace por la madre de James Cagney en la película Enemigo Público. Yo lloré muchísimo cuando se murió Rocío Jurado».